La estrategia: El final (5)

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Seis meses. Seis meses desde que la desesperada canción del alma de Theo y Mika había silenciado el último grito de Anya. Seis meses desde que Harry había pronunciado las palabras que sellaron su destino con Lydia, un sacrificio que aún resonaba en el silencio de su cabaña patagónica. La victoria sobre Anya había traído una calma engañosa, un armisticio que apenas enmascaraba las cicatrices invisibles.

Harry, con la barba un poco más larga y la mirada a menudo perdida en el horizonte andino, había vuelto a su rutina solitaria. La cabaña, antes su refugio, se sentía ahora como una prisión autoinfligida. La presencia de Elena, aunque constante y atenta, se había vuelto un recordatorio doloroso de las líneas que él mismo había trazado. La conversación en Tokio, la crudeza de sus palabras, aún flotaba entre ellos. Elena ya no era la mujer que esperaba en silencio; su lealtad, una vez inquebrantable, ahora se sentía como una elección consciente, pesada con la desconfianza.

Una tarde, mientras observaba a Nicolai dibujar patrones intrincados en la tierra, la imagen de Lydia, concentrada frente a los hologramas de la flor negra, apareció en su mente. Intentó borrarla, pero era inútil. La flor los había conectado a todos de una manera tan profunda que el dolor de una ruptura se sentía como un eco en el alma.

En el Jardín de las Maravillas, la paz era superficial. Theo y Mika se sentían como sentinelas, vigilando las fluctuaciones de la flor negra con una intensidad que iba más allá de la ciencia. La armonía restaurada era un logro, sí, pero su brillo se sentía atenuado por la tensión no resuelta que percibían en los adultos a su alrededor. La flor, con su conciencia colectiva recién sensibilizada, era un barómetro de las emociones humanas, y lo que sentía ahora era una red de sentimientos complejos, algunos sanados, otros pudriéndose bajo la superficie.

Lydia pasaba sus días inmersa en la investigación, una armadura de profesionalismo que rara vez se resquebrajaba. Las vastas habitaciones del penthouse de Tokio, llenas de tecnología de punta y el pulso silencioso de los servidores, eran su nuevo santuario. Mauro, omnipresente, supervisaba cada aspecto de su trabajo, sus ojos calculadores nunca abandonaban a Lydia. No había calor en sus interacciones, solo una fría eficiencia. Su matrimonio, una unión de conveniencia y deber, se había solidificado con el sacrificio de Harry, pero carecía de la chispa vital.

El control de la flor negra era absoluto. Los Petrovich habían construido un imperio a su alrededor, una red global de investigación y seguridad que, bajo la dirección de Lydia, se expandía con propósitos que iban desde la medicina hasta la remediación ambiental. Pero Mauro veía más allá. Veía poder. Y veía a Lydia como la clave para desbloquearlo. Su lealtad a los Petrovich era incuestionable, una columna vertebral para su ambición.

Mientras tanto, en las profundidades de la prisión de los Petrovich, Anya yacía en su celda de estasis, su cuerpo en un sueño inducido, pero su mente extrañamente activa. La flor negra, su aliada involuntaria, le proporcionaba un flujo constante de información. Había sentido la amarga despedida entre Harry y Lydia, la rendición de él, la elección de ella. Lo había analizado, lo había diseccionado. La lealtad de Lydia a Mauro era fuerte, sí, pero era una lealtad nacida de la gratitud y el deber, no de un amor apasionado. Era una vulnerabilidad.

Anya había perfeccionado su comprensión de la conciencia colectiva de la flor. Había descubierto cómo inyectar sutiles influencias, no a través de la ira o la discordia abierta, sino a través de la obsesión. La obsesión por el poder, por el control, por el amor, por la perfección. Los hilos de su nueva estrategia eran invisibles, tejiéndose lentamente en las mentes más susceptibles.

En la Patagonia, Harry sintió un pequeño escalofrío. No era el frío andino. Era algo más, un murmullo distante en la red de la flor que solo él, con su aguda sensibilidad, podía percibir. Una frecuencia sutil, casi inaudible, que susurraba promesas de un deseo inalcanzable. Era la primera nota de la nueva sinfonía de Anya, una melodía que resonaría en los corazones más vulnerables y desataría el juego de la lealtad.




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