La estrategia: El final (5)

9

La frecuencia de la claridad emitida por Theo y Mika comenzó a hacer mella en la telaraña de lealtades de Anya. La obsesión que había envuelto a Harry como una segunda piel, se sintió de repente como una camisa de fuerza. En la Patagonia, las visiones de Lydia persistían, pero ahora, no eran solo imágenes idealizadas; venían acompañadas de una cruda realidad, de la soledad que le había infligido a Elena, del dolor que le había causado a Nicolai.

La lucha interna de Harry era visible. Se lo veía más taciturno, absorto en sus propios pensamientos, pero ya no con el brillo de un anhelo secreto, sino con la sombra del arrepentimiento. Elena lo observaba, su propia lealtad puesta a prueba, pero con una esperanza incipiente. La brecha entre ellos, aunque aún existía, comenzaba a llenarse con la comprensión del sacrificio que ambos habían hecho.

Una noche, mientras Nicolai dormía profundamente, Harry se sentó junto a Elena, la luz de la luna filtrándose por la ventana.

—Elena —comenzó Harry, su voz áspera, cargada de emociones—. Necesito hablarte de algo. De mí.

Elena lo miró, su expresión indescifrable.

—Ya lo sé, Harry. Lo siento.

Harry asintió, las palabras pesándole.

—No. Necesito que lo escuches de mí. Fui un idiota. Mi "estrategia"… fue un error. Una forma cobarde de lidiar con mis propios sentimientos. Y te hice daño. A ti, a Nicolai.

La voz de Harry se quebró. La claridad que Theo y Mika le enviaban había rasgado el velo de la obsesión, mostrándole la verdad sin adornos. Elena extendió una mano y le tocó el brazo.

—Lo sé, Harry. Lo sentí. La flor lo siente todo. Pero me alegra que lo veas ahora.

Fue un momento frágil, pero real.

La lealtad de Elena a Harry, dañada pero no rota, encontró un punto de apoyo en esa confesión. La telaraña de lealtades en la mente de Anya, que se alimentaba de la discordia, sintió la unión.

Mientras tanto, en el penthouse de Tokio, Lydia sentía la misma frecuencia de claridad con una intensidad abrumadora. La obsesión de Mauro por el control, que había sido una presencia opresiva, se sentía ahora más como una jaula. La verdad que Elena le había revelado, sobre la "estrategia" de Harry y la manipulación de Anya, había abierto sus ojos.

Lydia comenzó a cuestionar todo. Su lealtad a Mauro, su papel en el imperio Petrovich, incluso la dirección de la investigación de la flor negra. Vio cómo Mauro, bajo la influencia de Anya, había sucumbido a su propia ambición, volviéndose más distante, más exigente, más calculador.

Una tarde, mientras revisaba los últimos datos de la flor, Lydia tomó una decisión trascendental. La flor no debía ser un arma, ni un medio de control. Debía ser una herramienta para el bien. Su lealtad ya no sería ciega.

Se acercó a Mauro en su oficina, su expresión serena pero decidida.

—Mauro —dijo Lydia, su voz firme—. No podemos seguir así. La influencia de Anya es real, y está magnificando tu obsesión por el control. Y la mía por el conocimiento.

Mauro la miró, su rostro un estudio de sorpresa y furia incipiente. La frecuencia de la claridad lo golpeó, y por un momento, la ira se disipó, reemplazada por una punzada de miedo. La telaraña de lealtades de Anya se tensó, luchando por mantener su control.

—¡Estás loca, Lydia! —exclamó Mauro, recuperando su compostura—. ¡Ella te está manipulando! ¡Estás perdiendo el juicio!

Lydia sacudió la cabeza.

—No. Por primera vez en mucho tiempo, estoy viendo con claridad. La flor, en sus manos, es peligrosa. Y no voy a permitir que la uses para tus propios fines. Mi lealtad a la ciencia y a lo que es correcto está por encima de todo.

Fue una declaración de independencia, un desafío directo al poder de Mauro.

La fortaleza resquebrajada de su corazón había encontrado una nueva fuerza en la verdad.

La frecuencia de la claridad había abierto los ojos de Lydia a un nuevo camino del destino.

En su prisión, Anya sintió la ola de resistencia.

La telaraña de lealtades parpadeaba violentamente.

La confesión de Harry, la resolución de Elena, la confrontación de Lydia.

La frecuencia de la claridad era un arma que no había previsto.

—¡Maldición! —siseó Anya, su voz distorsionada por la frustración—. ¡Su patética bondad! ¡Su verdad! Es un obstáculo. Pero no insuperable. El camino del destino es complejo.

La obsesión de Anya se intensificó.

Si no podía manipular sus lealtades de forma sutil, encontraría otras formas.

Había subestimado la capacidad humana para la verdad y el arrepentimiento. Pero la guerra aún no había terminado.

Anya tenía un as bajo la manga, un último truco que esperaba que la claridad de sus adversarios no pudiera prever.




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