El escudo de la verdad de los Petrovich, impulsado por la valentía de sus confesiones y la frecuencia de autenticidad de Theo y Mika, había logrado lo impensable.
El viento de la exposición comenzó a disipar las sombras de la verdad envenenada de Anya. La falla en la confianza empezó a ceder, reemplazada por un incipiente respeto.
El público, inicialmente escéptico, percibió la vulnerabilidad y la honestidad en sus líderes, algo que Anya no podía replicar.
La telaraña de lealtades comenzó a debilitarse, sus hilos de obsesión perdiendo fuerza.
En la Patagonia, Harry y Elena sintieron el cambio.
La atmósfera en la cabaña, antes cargada de resentimiento, ahora respiraba un aire más ligero.
La confesión pública de Harry, su reconocimiento de los errores, había sido un bálsamo. Su lealtad a Elena, ahora purificada de la obsesión por Lydia, se sentía más fuerte, más genuina.
Nicolai, el catalizador más sensible, reflejaba la calma, su risa volviendo a llenar la casa.
En el Jardín de las Maravillas, Theo y Mika observaban el éxito de su contrapulso de la verdad.
La flor negra pulsaba con un brillo más estable, su aura de confusión disminuyendo.
La conciencia colectiva empezaba a sanar.
—Está funcionando —dijo Theo, sus ojos radiantes—. La gente está empezando a ver la verdad.
Mika asintió, su rostro aliviado.
—Anya perdió su ventaja. No puede fabricar autenticidad.
Sin embargo, en medio de su alivio, un nuevo tipo de disonancia comenzó a surgir de la flor.
Era un sonido sutil, pero inconfundiblemente dirigido.
No era un eco distorsionado de emociones, sino un ataque psíquico directo, una descarga concentrada de energía.
—¡Nos está atacando! —exclamó Mika, su cuerpo tensándose—. ¡Está apuntando a nosotros!
La energía de la flor se volvió caótica alrededor de ellos, no buscando manipular sus mentes, sino sobrecargar sus sentidos, anular su conexión.
La vulnerabilidad del vínculo de los catalizadores era el nuevo objetivo de Anya.
Ella no podía manipular la autenticidad, pero podía intentar destruirla desde la raíz.
En el penthouse de Tokio, Lydia y Mauro sintieron la súbita perturbación en la red de la flor negra.
Los monitores parpadearon violentamente, alarmas sonando.
—¡Es un ataque psíquico directo! —gritó Lydia, sus manos volando sobre los controles—. ¡Está apuntando a los nodos clave! ¡A Theo y Mika!
Mauro, su obsesión por el control temporalmente eclipsada por la amenaza, reaccionó con rapidez.
—¡Refuercen las defensas del Jardín de las Maravillas! ¡Activen los protocolos de contención para Anya!
Pero Anya ya había anticipado sus movimientos.
Desde su prisión, su mente irradiaba una furia helada.
Había visto a los Petrovich unirse, había sentido la sanación de la falla en la confianza.
Su última estrategia no era una manipulación sutil, sino un ataque directo a la fuente de la claridad.
La pantalla principal en el laboratorio mostró la imagen de Anya en su celda de estasis, su rostro, aunque en un sueño inducido, retorciéndose con una rabia inmensa.
Su voz resonó en la habitación, ya no un murmullo, sino un grito psíquico que atravesó la red de la flor:
—¡Ingenuos! ¡Creen que la verdad los salvará! ¡Pero la verdad solo revela su mayor debilidad! ¡La vulnerabilidad del vínculo! Si no puedo controlar sus mentes, ¡destruiré las cuerdas que los unen! ¡La fuente de su patética claridad!
Una onda de energía pulsó desde la flor negra hacia Theo y Mika en el Jardín de las Maravillas.
No era una manipulación emocional, sino una descarga de sobrecarga sensorial, un intento de quemar sus mentes, de cortar su conexión con la flor y, por ende, con la conciencia colectiva.
La vida de los catalizadores estaba en juego.
La contraofensiva de Anya había comenzado, y esta vez, el objetivo era personal, brutal, y con el potencial de dejar a la humanidad ciega de nuevo.