El grito psíquico de Anya reverberó en las mentes de Theo y Mika, una descarga concentrada de energía que buscaba anular su conexión con la flor negra y, con ello, la misma conciencia colectiva. En el Jardín de las Maravillas, los dos catalizadores cayeron de rodillas, sus cuerpos arqueándose por la intensidad del ataque. La flor negra, que antes irradiaba una luz serena, ahora pulsaba con una furia descontrolada, como si su propia esencia estuviera siendo desgarrada.
—¡No podemos romper el vínculo! —gritó Theo, su voz forzada, intentando mantener la concentración a pesar del dolor que le recorría el cuerpo.
La vulnerabilidad del vínculo era su fuerza, pero también su mayor debilidad.
Mika, con los dientes apretados, sintió la mente de Anya como una fuerza aplastante.
No era manipulación; era intento de aniquilación.
La conexión entre ellos, forjada en la sinfonía interna y fortalecida por su lucha contra la oscuridad, se convirtió en su única defensa.
En lugar de ceder, la apretaron, fundiendo sus mentes aún más profundamente, sus respiraciones sincronizadas.
El contrapulso de la verdad que habían generado ahora se convirtió en un grito del vínculo, una onda de pura resistencia que buscaba repeler el asalto de Anya.
En el penthouse de Tokio, Lydia y Mauro observaron con horror cómo los monitores del laboratorio mostraban el asalto.
La energía de la flor negra fluctuaba salvajemente, y el rostro de Theo y Mika aparecía en las pantallas de seguridad, contorsionados por el dolor.
—¡Es un ataque directo a los catalizadores! —exclamó Lydia, su voz temblaba.
Su mente científica buscaba soluciones, pero la naturaleza psíquica del ataque la dejaba impotente.
Mauro, con una frialdad inquebrantable a pesar del pánico en sus ojos, dio órdenes rápidas a los equipos de seguridad del Jardín de las Maravillas.
—¡Refuercen las jaulas de Faraday! ¡Aumenten la energía a los escudos! ¡Lo que sea para protegerlos!
Pero sabían que las barreras físicas eran inútiles contra un ataque mental.
La contraofensiva de Anya era una declaración de guerra total, apuntando al corazón mismo de su operación.
La obsesión de Mauro por el control se transformó en una determinación desesperada por proteger a los chicos.
Mientras tanto, en la Patagonia, Harry y Elena sintieron la disonancia en la flor negra con una intensidad aterradora.
La angustia de Theo y Mika era palpable, un grito silencioso que atravesaba la distancia.
Harry, con el corazón apretado por el miedo por los chicos, sintió cómo su entrenamiento militar se activaba, buscando un plan, una forma de intervenir.
—¡Tenemos que hacer algo! —exclamó Harry, levantándose.
Su lealtad a los chicos era la fuerza motriz.
Elena, que había presenciado la vulnerabilidad del vínculo de Theo y Mika de primera mano, se acercó a la pantalla que mostraba los signos vitales de los jóvenes.
—No podemos ir allí. El ataque es psíquico. Necesitamos una forma de golpear a Anya directamente, de cortar su fuente de poder.
De repente, una idea se formó en la mente de Harry.
Una vieja memoria, un protocolo olvidado de los días oscuros de Veritas.
—La prisión de Anya —dijo Harry, su voz grave—. La contención de los Petrovich no es perfecta. Hay un punto débil. Una frecuencia específica que pueden usar para neutralizar su actividad cerebral sin dañarla. Necesito acceso a los códigos.
Elena lo miró.
Si Harry se equivocaba, podría matar a Anya, o peor aún, liberar una fuerza incontrolable. Pero el riesgo de no hacer nada era aún mayor.
En el Jardín de las Maravillas, el grito del vínculo de Theo y Mika comenzaba a surtir efecto.
La energía caótica que Anya les enviaba disminuía ligeramente, aunque el dolor era insoportable. Habían logrado levantar una última barrera, una pared de pura voluntad.
La imagen de Anya en la prisión de los Petrovich, que se mostraba en los monitores de Tokio, empezó a parpadear.
El brillo malévolo en sus ojos, que antes era de éxtasis, ahora mostraba un atisbo de frustración. Ella había subestimado la fuerza del vínculo de los catalizadores. Pero aún no había terminado. Anya concentró su energía, preparándose para un golpe final, una descarga que rompería incluso la más fuerte de las barreras.
La carrera contra el tiempo había llegado a su clímax.
Harry, con los códigos de acceso en mente, necesitaba la autorización de Mauro.
Lydia y Mauro, con la vida de los chicos en juego, se enfrentaban a una decisión que definiría no solo su futuro, sino el destino de la humanidad, en un mundo donde la falla en la confianza y el secreto impuesto los habían dejado vulnerables a un enemigo que jugaba con las mentes y los lazos más sagrados.