La estrategia: El final (5)

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La confrontación silenciosa en el penthouse de Tokio había dejado a los Petrovich tambaleándose. La flor negra, un espejo de los deseos que se manifestaban, era una amenaza intangible, más insidiosa que cualquier ataque directo de Anya. El legado de la niebla tejía una realidad ilusoria, y el secreto impuesto por su propia decisión les impedía alertar al mundo.

La primera manifestación innegable de este fenómeno, más allá de los pequeños "milagros", golpeó cerca de casa. Mauro, en su desesperada obsesión por el control y la estabilidad, había estado anhelando secretamente la perfección en su vida personal, una forma de compensar el caos que sentía en Veritas. Su deseo subconsciente, amplificado por la flor, se materializó de la manera más insidiosa: su matrimonio con Lydia comenzó a parecer... perfecto.

Las discusiones cesaron. Lydia, que había estado distante y enfocada en la ciencia, se mostró más atenta, más cariñosa. Los gestos de Mauro, que antes ella recibía con frialdad, ahora eran correspondidos con una calidez genuina. Las noches en el penthouse, antes frías y silenciosas, se llenaron de una intimidad que Mauro había creído perdida para siempre. Lydia, de alguna manera, parecía haber perdonado sus errores, su ambición desmedida, y su papel en el secreto impuesto. Mauro se sentía eufórico, su fantasía de un matrimonio idílico hecha realidad. Era la felicidad que siempre había anhelado, sin un ápice de esfuerzo.

Pero para Lydia, algo se sentía... forzado. Las oleadas de afecto hacia Mauro eran extrañas, casi ajenas. Había una desconexión entre la lógica de su mente y las emociones que brotaban sin control.

Las palabras de Theo y Mika sobre el espejo de los deseos resonaban en su cabeza. ¿Era esto real? ¿O era solo su propio subconsciente, o el de Mauro, proyectado por la flor? La falla en la confianza se volvía personal, y la duda corroía su propia percepción de la felicidad.

En la Patagonia, Harry y Elena sintieron la nueva vibración de la flor negra. Las sombras resplandecientes que Nicolai percibía se hicieron más definidas alrededor de Lydia y Mauro. Eran tonos de afecto, pero con un matiz de irrealidad.

—La flor está creando la ilusión de lo que Mauro desea —dijo Theo, conectado por video, su voz teñida de preocupación—. Está manifestando su deseo de un matrimonio perfecto con Lydia.

Harry apretó los puños. Su propia obsesión pasada por Lydia le hizo comprender el peligro. Si la flor podía crear esa ilusión, ¿qué significaba para su propia mente? ¿Eran sus propios sueños con Lydia, aquellos que le habían traído tanta culpa, también manifestaciones amplificadas?

Elena lo notó. La vieja angustia regresaba a los ojos de Harry.

—No es tu culpa, Harry —dijo Elena, su voz suave pero firme—. Esto es la flor. Necesitamos una forma de detener esto antes de que distorsione cada relación.

En su prisión, Anya, silenciada por la frecuencia silenciosa, no podía actuar, pero su legado de la niebla se desplegaba perfectamente. La telaraña de lealtades que ella había tejido ahora se retorcía sobre sí misma, con los deseos subconscientes de los Petrovich como sus propios hilos. No necesitaba manipularlos conscientemente. Solo tenía que dejar que se ahogaran en sus propias fantasías.

La "perfección" en el matrimonio de Lydia y Mauro era un veneno lento. Les ofrecía una felicidad fácil, un escape de la difícil verdad de su relación real. Pero con cada día de esa felicidad ilusoria, la verdad se volvía más lejana, la realidad más borrosa.

El precio de la felicidad era la renuncia al discernimiento, a la lucha por una conexión auténtica. Los Petrovich estaban atrapados en una jaula de oro, sus deseos más profundos manifestados por una flor que no era ni benigna ni maligna, sino un espejo ciego de la psique humana.

La nueva normalidad era una lenta, dulce asfixia de la realidad.




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