Sohail, 6 de diciembre de 1703
Dicen que no hay sirenas en el Mediterráneo, pero yo sé que eso no es cierto.
Una sirena es la razón por la que escribo hoy, en vez de yacer en el fondo del mar junto con el resto de mi tripulación y mi bergantín.
No estábamos preparados para lo que pasó, y jamás imaginé lo que acontecería después. Siento que, de alguna manera, el mar me dio una segunda oportunidad luego de dejar que lo perdiera todo.
Desconozco qué pasó allí abajo, solo recuerdo el sonido de los mástiles al caer, el gemido ahogado de la madera al precipitarse hacia el fondo del mar, los cañones hundiéndose cual yunques a toda velocidad, amenazando con llevarme por delante a mí y a mis hombres... Mi tripulación. Recuerdo que sus gritos se perdían a lo lejos, cada vez más lejos, hasta desaparecer.
Hasta que la escuché a ella.
No sé cómo describirlo. Fue una sensación que nunca antes había experimentado, y que sé que la imaginación de nadie podría ser capaz de recrear. Por lo tanto, me limitaré a decir que fue todo lo que habría esperado, y más, tratándose de una sirena.
Cantó para mí, acallando el fragor del caos que se precipitaba a mi alrededor, el llanto del naufragio en el que estaba dispuesto a morir. Me olvidé de respirar, como si ya no lo necesitara, y me pregunté si el tiempo se habría detenido a causa de aquella canción. Tuve la extraña sensación de que nada más me rodeaba, solo el mar, y cuando quise abrir los ojos ya no estaba allí.
Era de noche y me encontraba tendido boca arriba, en la playa. Me incorporé de golpe, devolviendo el agua de mar que había tragado, y una ola me bañó hasta la cintura mientras me esforzaba por volver a respirar. Recuerdo que fue como una caricia, que me hizo pensar en lo cruel y amable que puede llegar a ser el mar.
Al ver el castillo supe que estaba en Sohail.
Pero, ¿cómo he logrado llegar hasta aquí, si mi naufragio fue más al sur, cerca de las costas de África? Hace dos días que doy vueltas a esa pregunta, y no sé qué pensar.