La estrella que no pudimos apagar

Capítulo 8 | ¿Cómo sabía cuál era mi habitación de hotel?

Podría mil veces repetir que estoy bien. Pero no lo estoy. Mi alma decrece solo de intentar fingir que no me duele. Me duele. Me arde. Me consume. Me deshace… y he pasado toda la mañana llorando en presición a eso.

Por eso requiero soledad, caerme en paz, sin tener que fingir ni un ápice de mis sentimientos.

Aprendí a lidiar con mis emociones en la tranquilidad, en un espacio mío, solo, personal… y agradezco a quienes me criaron por ello.

No conocí mucho el amor romántico, ni mucho el amor propio. Durante toda mi vida, en mi infancia y mi adolescencia pude ver de primera mano el rechazo, el abandono y posteriormente el odio visceral. Pude sentir como mis padres me abandonaron (o al menos a mí ojos distorcionados de niña pequeña así fue), como mi propia familia me rechazaba y como quién pensé que era mi padre me odiaba. Lo sentí todo eso, y creo que la primera vez que pude anhelar no cambiar nada de mi vida, fue cuando Thomas y yo nos vimos. Fue la primera vez que todo parecía valer la pena.

Parecía una historia que podía soportar, si eso significaba que era el camino para llegar a un amor tan sublime y puro como el que teníamos. Digo, sí, horribles experiencias, pero si eso significaba que serían nuestra historia detrás de cómo nos enamoramos, pues valía la pena. Hubiese vuelto a vivir cada una de las afecciones, por haber podido repetir cada vez esa historia hasta su final, si es que fuese a ser diferente.

Si tan solo hubiesen existidos otras formas, otros destinos, todo sería idílico. Tanto pensar en ese final ha provocado que mis uñas estén hechas un desastre, que mi pelo no se haya lavado hoy y que mi estómago no haya recibido ni el más mínimo alimento. La tristeza siempre me ha provocado eso.

La habitación del hotel se ve sombría, todo a mi alrededor perdió el brillo que suele tener siempre; no quiero ni pensar en las cosas que podría sentir si no salgo de este abismo a tiempo, si me dejo caer como pasó luego de que él se fue. Me aterra volver a sentirme tan mísera otra vez. ¿Por qué algo tan hermoso, como un amor igual al nuestro, se volvió así de sombrío?

Detesto pensar que este dolor, este pesar, será lo que quede de nosotros siempre.

Pudo haber sido la mejor de las experiencias para ambos. No debió ser tan desastrozo. Me cuestiono mucho siempre por eso, ¿Por qué debo ponerme de esta manera?

Es contradictorio que quién pensé que sería el padre de mis hijos, será de quién le hable a mis hijas cuando lloren por su primer corazón roto.

—¿Quién es? —pregunto, haciendo uso de mi voz por primera vez en todo el día, cuando alguien toca la puerta del hotel, pero nadie responde. ¿Qué es lo que me sucede? ¿Lo habré imaginado? Ante la no respuesta, vuelvo a ensimismarme, a dejarme absorber por las lágrimas y el dolor del silencio. Recuesto mi cabeza contra el ventanal frío que da para la ciudad, y me quedo viendo las aves pasar por el cielo. Me aferro y envuelvo en las sábanas que me proveen de un poco de calidez. Hoy me permití andar hecha un desastre.

Llevo el mismo sueter que ayer y parte de mi pelo entra incluso en mi boca, pero no me importa mucho eso ahora mismo. No sé ni qué es lo que pienso, pero quiero seguir en silencio, quizás así se haga más fácil.

Veo el vestido que reposa sobre el perchero, cubierto con plástico para protegerlo. La boda es a fin de mes. Solo quedan un par días, por así decirlo, y me arriego a confesarme internamente que muero de envidia. Muero ahogada en envidia porque si las cosas hubiesen salido bien, si no hubiéramos cometido esos errores, entonces quizás ese vestido sería blanco, lleno de flores y hecho a mi medida. Y no sería la dama, sino la novia, ¿Y él? Él sería el chico esperándome en el altar.

Él sería quién yo pudiese decir que fue mi amor eterno. Él sería mi amor indeleble, inmarcesible.

Pudimos haber sido la pareja con más amor. Pudimos haber tenido la familia más amorosa de todas, que niños tan lindos pudimos haber tenido. Teníamos todas las de ganar, y perdimos.

Nos perdimos.

¿Qué mayor pena que saber que tuvimos todo lo bueno que la humanidad podría darnos, y lo perdimos?

¿Qué mayor verguenza que saber que desperdiciamos por culpa de la inmadurez lo que pudo ser eterno?

Yo pude ser la mujer que cargue sus hijos. Pude ser su esposa. Pudimos haber dicho que nos amamos desde antes de saber qué fue el amor, que lo amé desde mis 16 años hasta que terminó mi vida.

El tiempo pudo ser nuestro aliado, pero terminó siendo el enemigo que nunca enfrentamos, porque terminamos antes.

Sus manos pudieron sostener las mías mientras nuestros hijos venían al mundo, sus labios podían calmar los míos cuando sintiera contracciones. Su pelo pudo haber estado en una diminuta cabeza que fuese la evidencia de nuestro amor, su cariño en el corazón de todos, él mío incluido.

Pudimos haber tenido nuestro propio jardín.

Lleno de florecitas, lleno de amor. Ese diploma que tanto quiso conseguir pudo haber estado en nuestra sala, junto a una foto de nosotros en la boda. Ese sueño pudo ser la cereza del pastel de nuestro amor, pero no su final.

Para Thomas la razón de terminar conmigo fue su sueño, para mí el sueño era estar con él…

Han pasado años, y he vivido, logré vivir en su ausencia. Pero solo lo vuelvo a ver, y esos años, esa experiencia, ese tiempo… se deshace. Se deshilacha en un par de segundos. Verlo fue el golpe final que necesité.

Mi mente lo suelta cada vez que tiene la oportunidad, pero mi corazón ni cuando tiene la obligación.

¿Qué me hiciste, Thomas? Me he embriagado de tu ser.

Y estoy harta, harta de fingir que no me duele, que no le amo ni un poco, que podemos ser solo conocidos. Necesito tenerlo lejos de mí, me vuelvo inmune a toda la práctica que he tenido para controlar mis emociones.

Ojalá estos días pasen rápido, y yo pueda tomar el siguiente vuelo con cualquier dirección, menos una donde podamos coincidir. Este amor que dejó sentimientos residuales duele menos cuando no debo pensar en él tanto.




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