Antes de que te adentres en las páginas de mi historia, permíteme compartir contigo estas palabras que resuenan en el alma de cada obra que he creado. Son un faro que ilumina mi escritura, una verdad forjada en la fragua de mi propia experiencia. Como las suaves pinceladas de luz que rompen el alba, espero que este pensamiento te acompañe y te inspire mientras tejes tu camino a través de los hilos de mi vida.
Cita:
"La vida es una sola, y muy corta.
Vívala día a día, no puede ser de otra manera,
viva un día a la vez lo mejor que pueda."
Brismaida Morfiti,
Novela: "Favores"
***
En el tapiz de mi existencia, mi vida ha sido tejida con hilos de fragilidad y fortaleza, entrelazados con patrones de incertidumbre y alegría. Desde niña, cada amanecer era celebrado en mi casa como un pequeño milagro cotidiano, un triunfo ganado a las predicciones. Cada despertar, era un regalo; cada suspiro, una melodía de esperanza.
Dentro de mi hogar, el amor fue el bálsamo que suavizaba las ásperas predicciones de la ciencia. Mis padres, guardianes incansables de mi sonrisa, y mis hermanos, cómplices de mis sueños diurnos, tejieron alrededor de mí una manta de cuidados que desafiaba los fríos pronósticos y que llenaron mi vida de amor y felicidad.
Los doctores medían mi vida en instantes y posibilidades, pero yo, con la inocente obstinación de la juventud, me aferraba a cada día como si fuera una página en blanco esperando ser escrita. Y así, entre juegos de sombras y luces, mis días se llenaban de risas y juegos, de historias contadas al ritmo del traqueteo de la máquina de coser de mi madre que como mismo tejía historias inventadas para entretenerme, hacía maravillas de ropas con su trabajo.
Yo era la protagonista de mi propio cuento y me negaba a ser definida por mi fragilidad, por mi imposibilidad de hacer lo que otros hacían. Con cada nuevo sol, elegía vivir no solo para existir sino para florecer, para ser la autora de mis días, escribiendo con cada aliento un capítulo más en mi libro de vida. Y en cada página, sin saberlo, tejía un hilo dorado de esperanza para todos aquellos que tenían el privilegio de conocerme y luchaban para que siguiera allí con ellos.
Cada noche, bajo el suave resplandor de la lámpara, mis padres desplegaban ante mí un tapiz de cuentos e historias incontables. Mis hermanos mayores, guardianes de mi curiosidad, se convertían en narradores, dando vida a los cuentos de sus vivencias y que yo anhelaba descifrar por mí misma. La impaciencia por aprender bullía dentro de mí con tal fuerza que la maestra de mis hermanas mayores, reconociendo esa chispa, me invitó a su aula como oyente. Algo que causó un torbellino de miedo en mis padres, pero que al final aceptaron dejarme ir al cuidado de mis hermanos por unas horas. Aquel gesto cambió mi vida.
¡Aprendí a leer y a escribir!
Las letras se convirtieron en llaves maestras que abrían puertas a mundos lejanos y épocas pasadas. Desde ese mismo instante, mi existencia se tejió con viajes imaginarios, expediciones a reinos fantásticos y aventuras épicas que cobraban vida en las páginas que devoraba. Cada libro era una nave espacial, un portal mágico, un tapiz volador que me transportaba lejos de mi realidad.
Leía incansablemente, a todas horas, y cada palabra era un bálsamo para mi dolor, una inyección de energía que me impulsaba a vivir un día más. La lectura no solo me ofrecía escapismo; era mi alegría, mi consuelo, mi compañera más fiel. No había género literario que pudiera resistirse a mi avidez; devoraba todo texto que caía en mis manos. En mi mente, las historias danzaban y tomaban nuevas formas, adaptándose a mis gustos y a los valores que mis padres habían sembrado en mí.
Mi imaginación no conocía límites. Creaba universos enteros, algunos inspirados por las voces de otros autores y algunos emergiendo de las profundidades de mi propio ser. En esos mundos, yo era la heroína, la sabia, la aventurera, la soñadora. Cada libro que cerraba sembraba la semilla de otro universo aún por explorar, y yo, ansiosa y llena de gratitud, seguía leyendo.
He sido bendecida con una dicha excepcional, a pesar de las desavenencias que mi cuerpo me presentaba. En mi pequeña comunidad, yo era la niña a la que todos querían mimar, y como si fuera magia, los libros empezaron a acumularse en mi hogar. Cada visitante se convertía en un mensajero que traía consigo un universo de sueños para mí. Mi hogar se transformó no solo en un espacio de aprendizaje para mis hermanos, sino también en mi propio lugar del saber.
Aquella fue una era marcada por constantes idas y venidas del hospital, un lugar que, a pesar de su frialdad y su aspecto lúgubre, dejó de intimidarme. Los médicos y enfermeras se metamorfosearon en héroes de cuentos fantásticos, venidos de dimensiones distantes con la misión de salvarme. Mi cuerpo, marcado por el dolor, las inacabables horas de exámenes y agujas, y la lucha diaria al filo del abismo, dejó de ser una fuente de sufrimiento para convertirse en el manantial de inspiración de mis relatos fantásticos, paranormales y de ciencia ficción.
Escribía incansablemente todo aquello que brotaba de mi imaginación. Absorbía cada historia que me quisieran compartir. Narraba a los otros niños mis creaciones, en las que nos convertíamos en los héroes de un mundo futurista capaz de rescatarnos de nuestras penurias.
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Editado: 06.04.2024