Cita:
"En cada acto de amor y valentía que mi madre me demostró, encontré la fuerza para desafiar lo imposible; ella me enseñó a abrazar la vida con pasión, a vivir cada instante con la intensidad de un último aliento. Mi madre me inculcó que cada día es una promesa de infinitas posibilidades y que no debía rendirme jamás."
“La Trampa de mi suegra”
Brismaida Morfiti
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En el entramado de mi vida, si hay una heroína que brilla con luz propia, esa es mi madre. Las palabras pueden quedarse cortas al intentar describir la magnitud de su ser, pero aun así, me embarco en esta tarea con el corazón en la mano.
Nelda, mi madre, fue una pionera de su tiempo, una mujer que desafió convenciones y se forjó un camino propio con una determinación inquebrantable. Su espíritu indomable y su incansable búsqueda de superación se convirtieron en la brújula que guió a mis hermanos y a mí a convertirnos en arquitectos de soluciones, en visionarios capaces de encontrar puertas hacia la luz incluso en los muros más impenetrables. Ella no es solo la heroína de esta narración; es la forjadora de las almas valerosas que hoy orgullosamente llevamos su legado.
Adoro a mi madre con una devoción que trasciende el tiempo y la distancia. Mi amor por ella, es un faro que ni el tiempo ni la distancia pueden atenuar. No importa el tiempo que ha dejado de estar a mi lado, ella sigue presente en cada faceta de mi vida. Su presencia se entreteje en cada aspecto de mi existencia, impulsándome a perseverar, a no sucumbir ante las batallas cotidianas. Desde su estrella en el cielo, se ha convertido en la musa celestial que infunde vida y coraje a las figuras maternas que dan alma a mis historias. Su legado es eterno, como el amor que nos une más allá de la vida.
Mi madre fue la artífice de mi fortaleza, la razón por la que cada desafío valía la pena frente a la promesa de otro amanecer en su compañía. Su cuidado es un recuerdo que aún me envuelve con calor en los días más gélidos, un amor perenne que habita inmutable en mi corazón.
Recuerdo una tarde serena, cuando, recién llegada del hospital y arropada por la ternura de mis hermanos, mi madre se acercó con una sonrisa y en sus manos un regalo que se convertiría en un tesoro para mi alma. Un libro, un humilde libro, fue el vehículo de mi epifanía:
"El patito feo" de Hans Christian Andersen. Sí, ese sencillo cuento me hizo entrever verdades profundas. Fue entre las páginas de esa obra, temblando entre mis dedos y resplandeciendo ante mis ojos aún novatos en el arte de la lectura, donde experimenté mi primera gran revelación del amor infinito de mi madre.
La historia del patito, tan diferente y marginado, resonaba con una tristeza que parecía reflejar mi propia vida. El mundo había sido cruel con él, y en un acto que mi inocencia no podía comprender, su madre lo había dejado solo. Las lágrimas brotaron de mis ojos como ríos de angustia, preguntándome: ¿qué sería de mí si mi propia madre no estuviera allí para protegerme y cuidarme?
Mi madre, al ver mis lágrimas, se reía con dulzura, intentando aliviar mi dolor con la explicación de que era solo un cuento, que la madre del patito había actuado para salvarlo y protegerlo de los animales malvados. Pero yo, con la mente de una niña que conocía el frío del miedo, me perdía en preguntas: ¿Cómo sobreviviría el patito sin su madre para alimentarlo? ¿Cómo soportaría la oscuridad del bosque dentro de aquel árbol oscuro y tenebroso?
Ella me abrazaba fuerte y me aseguraba que yo no era un patito feo, sino su milagro del cielo. No cesaba en su empeño hasta arrancarme una carcajada, secando mis lágrimas y devolviéndome a un mundo donde el amor era mi escudo.
Bajo el ala protectora de su amor incondicional, transformé la historia en mi mente e inspirada por ella, reescribí la historia en una pequeña hoja de papel. En mi versión, la madre del patito no era solo una figura al margen, era como la mía: ferozmente valiente y resuelta, e inquebrantable, jamás permitiría que su pequeño encarara las inclemencias del mundo en solitario. Ella lucharía contra todo el corral de animales si era necesario, y cuando su patito, emergiera en un cisne majestuoso, su corazón rebosaría de orgullo.
Para mi asombro, esta versión reimaginada cautivó más a mis hermanos que la original. No podía discernir si su entusiasmo era un acto de indulgencia o un regalo para mi espíritu, pero aquello me infundió valor. Me lancé con fervor a "corregir" cada cuento que, a mi juicio infantil, carecía de justicia.
Este fue mi primer intento, motivado por el deseo de vivir, fue mi primer vuelo hacia el mundo de la escritura, impulsado por el anhelo de vivir a la altura de las expectativas de mi madre. Ansiaba que se sintiera orgullosa de su "patito feo".
Desde aquel día en que descubrí el poder de transformar una historia, comprendí que también podía cambiar la mía. Me propuse no ser el patito feo que preocupaba a mis padres y me embarqué en esa lucha. No fue sencillo desafiar las sombras de la preocupación, el temor de desvanecerme bajo el sol en el jardín. Pero mis padres, lejos de imponer barreras, extendieron sus brazos como redes de seguridad; si vacilaba, estaban allí para sostenerme, si flaqueaba, me infundían ánimo y la certeza de que el mañana sería más amable.
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Editado: 06.04.2024