Ancel
Ni siquiera dejó entrar a la pobre perrita, que sigue ladrando con más intensidad a mi lado.
—¡Mabel! —vuelvo a llamar—. Te puedo ver, estás detrás de la puerta —estiro el brazo hasta el timbre y vuelvo a tocar repetidas veces.
Mabel sigue recostada en la puerta, sin moverse de su lugar. Así que espero que se tome su tiempo para procesar mi visita. Que la verdad sí es algo sorprendente.
¡Guau - guau! La perrita sigue ladrando.
Entorno los ojos, ya impaciente e irritado.
De pronto veo que Mabel abre la puerta y aparece en el umbral, su mirada café sigue cargada de sorpresa y curiosidad por mi visita.
—¿Qué haces aquí, Ancel? — pregunta, frunciendo ligeramente el ceño. Su voz, aunque es firme, deja entrever una pizca de desconcierto.
Tomo un respiro profundo, intentando calmar la tormenta de emociones dentro de mí. Han pasado muchos años y todo vuelve a ser igual con ella. Pero, también estoy consciente de que quizás sigue odiándome.
—Necesito hablar contigo sobre algo urgente —responde, mi voz suave.
No hay vuelta atrás; lo que tengo que decir es demasiado importante, como para esperar un día más.
Ella me mira con incredulidad, sus ojos encendiéndose con una chispa de ira.
—¡En serio! —se cruza de brazos—. ¡No puedo creer que te atrevas a presentarte en mi casa, Ancel! —exclama Mabel, y su voz alzándose—. Después de cómo me trataste la última vez que nos vimos… ¡Me rompiste el corazón! ¡Y lo hiciste el día de mi cumpleaños! ¡Frente a un montón de personas, ¿piensas que no lo he olvidado?!
Sus palabras son como dagas, y cada una penetra profundamente. Me siento impotente, y cada intento de justificar se queda atrapado en mi garganta.
—Mabel, por favor, solo dame una oportunidad para explicarme —murmuro, mi voz es apenas un susurro frente a su furia—. Y antes que nada, perdón. Por favor…
Mabel se queda en silencio por un momento, evaluándome con una mirada pensativa. Finalmente, suspira y asiente ligeramente.
—Está bien, Ancel, te dejaré pasar —dice, con un tono que mezcla resignación y curiosidad—. Vamos a la sala —pide.
Se hace a un lado y entro a la casa. La sigo en silencio, agradecido por la oportunidad que me estaba dando.
—Gracias, Mabel. Por darme la oportunidad —digo sinceramente mientras cruzamos el umbral y nos dirigimos hacia la sala. Ella señala uno de los sofás y me ofrece asiento.
—Siéntate —pide, su voz algo más suave, pero aún firme.
Me acomodo en el sofá, tratando de reunir el valor suficiente para lo que tengo que decir. El peso de las palabras no dichas se hacen sentir en el aire, y sé que cada segundo cuenta.
Mi padre llega a mi mansión en una semana, tengo que preparar todo, antes.
Mabel se cruza de brazos, sus ojos aún fijos en mí con una mezcla de frustración y curiosidad.
—Dime, ¿a qué has venido, Ancel.? Tengo muchas cosas que hacer —recuerda, impaciente.
Intento suavizar la tensión con una pregunta amistosa.
—¿Cómo estás, Mabel? —pregunto con amabilidad.
Su expresión no cambia, más bien se endurece.
—No te importa, Ancel. Habla rápido —ordena con voz brusca.
Sigue siendo, la Mabel molesta.
—Yo… —cierro la boca al instante.
Justo cuando voy a empezar a explicarme, una pequeña figura aparece al lado de Mabel. Una niña rubia de unos seis años, vestida con pijama rosa. La niña con rostro angelical mira a Mabel con ojos soñolientos.
—Mami… —dice con voz suave.
Levanto las cejas sorprendido y veo que Mabel se sonroja. La sorpresa me toma por completo.
—¿Es tu hija? —pregunto, casi sin poder creerlo.
Mabel, visiblemente sonrojada, asiente.
—Sí, es mi hija —confirma, con una mezcla de orgullo y timidez.
—¡Guau! —parpadeo, mirando a la niña, quien tiene un parecido a Mabel, la diferencia es que es rubia.
—Han pasado muchos años desde la última vez que nos vimos, Ancel. Todo ha cambiado —dice ella.
La niña, aún medio dormida, sube al sofá y se sienta en el regazo de Mabel, acurrucándose más cerca de su madre. Las miro a ambas, sintiendo el gran parecido que tienen; sin embargo, se nota que la niña sacó los genes rubios de su padre. Ya que Mabel es castaña y sus ojos son café.
Sin embargo, me enfoco en lo que tengo que decir y por lo que he venido a Estados Unidos.
Mabel me observa expectante, aun con la niña en sus brazos.
—Habla de una vez, Ancel. No tengo todo el día —avisa, con firmeza—. Tengo cosas que hacer.
Respiro hondo, sabiendo que lo que estoy a punto de decir podría alterar todavía más la situación y la molestia de Mabel.
—Bien. Mabel, necesito que aceptes un matrimonio arreglado conmigo —suelto de un tirón.
El rostro de Mabel se coloca más rojo.
—¡¿Qué?! —exclama sin poder creerlo.
—Mami, no grites —le pide la niña con voz dulce, mientras la mira.
Mabel baja la mirada a su hija.
—Sí, mi amor. Lo siento —vuelve a mirarme, frunciendo el ceño—. ¿Qué has dicho?, ¿escuché mal?
Niego una sola vez, totalmente serio.
—Quiero que seas mi esposa por contrato.
—Esto no puede ser cierto —dice mirándome.
—Sí, es cierto.
—¿Qué es un matrimonio por contrato mami? —pregunta la niña con mucha curiosidad.
—Eh… Son unas golosinas —le respondo a la niña.
—Quiero probarlas, mami.
—¿Aceptas? —le sonrío con diversión.
—¡Ja! ¿Matrimonio?, ¿contigo? —niega—. Estás cucú, Ancel.
—¿Cucú? —inquiero sin entender—. ¿Es una expresión americana?
La niña voltea a mirarme con sus grandes ojos azules.
—Qué estás loco, Ancel —informa la niña quien mueve los ojos en círculos.
—Silencio, Fiona —le dice Mabel—. No interrumpas las conversaciones de adultos, te lo he dicho hija.
—Agarra la llave —dice la niña mirándome.
La miro confundido. Pero veo como la niña dibuja un cierre en su boca y luego simula lanzarme la llave. Así que entendiendo todo, hago como que la agarro en el aire y le obsequio una sonrisa.