Caía la tarde, en aquel pueblito alejado del mundo. Cuando Roque, sin saber porque, estaba leyendo un cuento. Era adicto a la lectura, pero no de cuentos; al él le gustaban las novelas de terror, o de ciencia-ficción.
Y ahora se encontraba leyendo un cuento, tan simple y sencillo como lo son los cuentos de hadas.
Roque, sentía que él era el protagonista del cuento. Y por un momento sintió mucho miedo. Jamás se había sentido así.
Por eso pensó que lo mejor era dejar de leer. Tenía que apartarse de aquel libro, que había llegado a sus manos de la forma más extraña. Pero una fuerza interior se lo prohibía. Era imposible dejar de internarse en los laberintos y encrucijadas de aquella historia.
Después de cenar, decidió dar un paseo por el pueblo. La noche era especial; una brisa suave, cálida, invitaba a una caminata por las calles desiertas del pueblo.
Llegó a la plaza principal, el perfume de las flores hacía más agradable la noche y lograban en Roque una extraña sensación de bienestar.
Se sentó en un banco, cerró los ojos y así comenzó a soñar. Se imaginaba en una playa en el Caribe, rodeado de palmeras. Donde el murmullo de las olas acariciaba sus oídos, dándole a su corazón una paz jamás antes lograda.
Como el protagonista del cuento, Roque, se internó en una aventura, tan extraña como real. Al abrir sus ojos, comprobó que lo rodeaba una inmensa e interminable playa, de arenas blancas, finas, como polvo de estrellas y un mar de intenso azul, mojaba sus pies.
Se encontraba solo en esa inmensidad. Sentía la soledad en su piel, en su alma; cuando ve acercarse a lo lejos la figura de una mujer. Surgida de la nada, como germinada de aquellas arenas blancas. Se veía delgada, de estatura normal. Su vestido mojado, adherido a su cuerpo mostraba sus formas perfectas. Su paso era lento, caminaba con desgano, sin rumbo, por la orilla del mar; mientras las olas acariciaban sus pies desnudos.
Él parado allí, inmóvil, sin saber que hacer. Espero a que aquella mujer estuviera más cerca para poder hablarle, preguntarle por qué había invadido su sueño, quién era, qué buscaba en aquellas soledades.
Y cuando la tuvo frente a él, ni una sola frase pudo salir de sus labios. La tristeza de aquellos ojos, invadió su corazón y sólo pudo sonreír y hacerse a un lado para que ella siguiera su camino, sin prestar atención en su presencia.
Roque no podía explicar como no lo había visto, y trató de convencerse, que su desesperación por encontrase solo, lo había conducido a crear aquella imagen de mujer.
La vio alejarse, con su vestido pegado al cuerpo, intentó correr tras ella, pero sus pies parecían clavados en la arena. Intentó gritar, pero los sonidos morían en sus labios, convertidos en suaves y casi imperceptibles suspiros.
Dejó caer su cuerpo en la arena, vencido por aquel episodio y por el agobiante calor. El sol parecía brillar más que nunca, sus rayos eran lenguas de fuego, tratando de quemar todo lo que a su paso se cruzaba.
Sentía el calor del sol en su piel, pero su cuerpo experimentaba una sensación de escalofrío, comenzó a temblar, el pánico se apoderó de él. Nada de lo que estaba viviendo podía ser real; abrió sus ojos lentamente, esperando ver la oscuridad de la noche, rodeado de las flores y árboles que poblaban la plaza, pero al mirar a su alrededor comprobó su verdad, estaba en una playa desconocida, donde sólo la arena, el mar y la soledad eran su compañía. Volvió a cerrar sus ojos.
Después de unos minutos de desconcierto y mucho pánico, decidió analizar la situación. ¿Cómo había llegado allí, qué lugar del mundo era esté, en el que se encontraba? ¿Cómo regresar a su mundo, a sus calles, a su hogar?. Se dijo: Estoy soñando, ahora voy a abrir los ojos y voy a ver la plaza con sus flores, sus árboles, sus bancos, luego me levantaré y regresaré a mi casa por el camino de siempre.
Abrió sus ojos; nuevamente el resplandor del sol, el mar azul, la playa cubierta de polvo de estrellas y la imagen de la mujer, ahora parada frente a él, eran su realidad.
Como impulsado por un resorte, se puso de pie. Ella lo miraba fijamente, pero su mirada era ausente, melancólica. Sus ojos de un cálido color miel, le inspiraban ternura y pena al mismo tiempo. Pasaron algunos minutos hasta que puedo emitir un sonido.
No hubo respuesta, sólo una leve mueca, con pretensiones de sonrisa, con mucho de ingenuidad y mucho más de misterio. Roque insistió.
Otra vez el silencio. Pero ahora, la mueca, se convirtió en una verdadera sonrisa, fresca, alegre.