El cielo de Medellín se teñía de tonos ámbar y violeta mientras la ciudad se preparaba para una noche de gala. En el salón principal del Club Campestre, la familia Domínguez presidía una cena privada con empresarios, diseñadores, periodistas y celebridades del mundo del entretenimiento. Era el evento previo al anuncio oficial del compromiso entre Sofía Domínguez y Esteban Fernández, el actor más influyente del país. Todo estaba calculado: las luces tenues, la música instrumental, los arreglos florales importados, el menú de cinco tiempos. Todo, excepto Luciana.
Luciana, de pie junto a una columna de mármol, observaba el desfile de sonrisas y copas alzadas. Su vestido, sencillo y sin marca, contrastaba con los atuendos de diseñadores que lucían los demás. Nadie la había incluido en la sesión de fotos familiar. Nadie le había asignado asiento en la mesa principal. Su madre, Doña Elena, le había dicho horas antes: “Mejor quédate cerca, pero no interfieras. No queremos que parezcas una empleada, pero tampoco que arruines la estética”.
La mesa principal brillaba como un altar. Sofía, vestida con un conjunto de seda color marfil, irradiaba la perfección. Su cabello negro caía como una cascada sobre los hombros, y sus labios pintados en rojo escarlata se curvaron en una sonrisa que parecía ensayada. A su lado, Esteban Fernández conversaba con soltura, su voz grave y segura atrayendo miradas. Luciana lo observaba desde lejos, preguntándose si él siquiera recordaba su nombre.
—¿Luciana, cierto? —preguntó una invitada con tono condescendiente, acercándose con una copa de vino—. ¿Eres la prima?
Luciana negó con una sonrisa tímida.
—Soy la hermana menor.
La mujer la miró con sorpresa incómoda, como si acabara de cometer una falta de etiqueta.
—Ah… no lo sabía. Nunca te mencionan.
Luciana bajó la mirada, fingiendo interés en una servilleta doblada sobre una mesa auxiliar. El murmullo de risas y brindis se intensificaba. Sofía se levantó para dar un breve discurso, agradeciendo a sus padres, a Esteban, y a “todos los que han sido parte de mi camino hacia el éxito”. Luciana no fue mencionada. Ni una palabra. Ni una mirada.
Cuando llegó el momento de la cena, Luciana se acercó a la mesa secundaria donde se sentaban algunos asistentes menos relevantes. Buscó su nombre en los puestos, pero no estaba. Un mesero se le acercó, incómodo.
—Disculpe, señorita… no tenemos registro de su lugar asignado.
Luciana sintió que la sangre le abandonaba el rostro. Miró hacia su madre, quien fingía no verla. Don Rafael, ocupado en una conversación con un ministro, ni siquiera giró la cabeza. Sofía la observó desde la distancia, con una sonrisa apenas perceptible, como quien disfruta de una obra bien ejecutada.
—No se preocupe —dijo Luciana al mesero, con voz quebrada—. Me quedaré de pie.
El mesero dudó, pero se retiró. Luciana se apoyó en la pared, fingiendo que todo estaba bien. Su estómago rugía, pero el hambre era lo de menos. Lo insoportable era la humillación pública, el hecho de que todos la vieran como un error, como un fantasma en medio de un banquete.
Una influencer se acercó a Sofía y le preguntó en voz alta:
—¿Y esa chica? ¿Es parte del staff?
Sofía soltó una carcajada suave.
—No, es Luciana. Mi hermanita. La silenciosa.
La frase flotó en el aire como veneno. Algunos rieron por compromiso. Otros miraron a Luciana con curiosidad, como si acabaran de descubrir una nota disonante en una sinfonía perfecta. Esteban, que hasta entonces había permanecido en silencio, giró la cabeza hacia Luciana. Sus ojos se encontraron por un segundo. Él frunció el ceño, como si algo no encajara. Pero no dijo nada. No se levantó. No la defendió.
Luciana sintió que el mundo se estrechaba. Salió del salón sin que nadie la detuviera. Caminó por el pasillo alfombrado hasta llegar a una terraza vacía. La brisa de Medellín le acarició el rostro, y por primera vez en horas, respiró sin dolor. Se sentó en una banca de hierro forjado y dejó que las lágrimas cayeran sin resistencia. No eran lágrimas de tristeza, sino de furia contenida. De dignidad herida.
Sacó de su bolso un cuaderno pequeño, de tapas gastadas. Escribió con letra firme:
> “Hoy me borraron frente a todos. Me negaron un lugar, una voz, una existencia. Pero yo no soy invisible. No para mí. No para lo que vendrá.”
Cerró el cuaderno y lo guardó con cuidado. En la distancia, las luces de Medellín brillaban como promesas. Luciana sabía que su historia apenas comenzaba. Y que algún día, esa misma mesa que la ignoró tendría que aprender a pronunciar su nombre.
#3061 en Novela romántica
#796 en Novela contemporánea
nuevas oportunidades nuevo comienzo, amor celos traicion, venganza dolor odio sexo familia y amor
Editado: 20.08.2025