Luciana permaneció en la terraza durante varios minutos, con el cuaderno apretado contra el pecho. La brisa nocturna de Medellín le ofrecía un consuelo que no encontraba entre los suyos. Pero sabía que no podía quedarse allí para siempre. El evento seguía, y su ausencia prolongada solo alimentaría más rumores. Se levantó con el rostro aún húmedo, se acomodó el vestido y regresó al salón con pasos lentos, como quien camina hacia una ejecución.
Al cruzar la puerta, las risas se intensificaron. Un grupo de jóvenes empresarios, amigos de Sofía, la miraron con descaro. Uno de ellos, con copa en mano y sonrisa torcida, soltó en voz alta:
—¡Miren quién volvió! La hermana fantasma. Pensé que la habían dejado en el clóset con los trapos viejos.
Las carcajadas estallaron como una bofetada. Luciana se detuvo en seco, sintiendo cómo cada palabra se clavaba en su piel. Sofía, desde su asiento, no hizo nada por detenerlos. Al contrario, se giró hacia Esteban y murmuró:
—No sé por qué insiste en aparecer. Es como un error genético que se niega a desaparecer.
Esteban frunció el ceño, pero no respondió. Luciana avanzó hacia una mesa lateral, fingiendo que no había escuchado. Pero los comentarios continuaron.
—¿Y tú qué haces aquí, Luciana? —preguntó otra invitada con tono burlón—. ¿Vienes a limpiar las copas o solo a absorber la vergüenza ajena?
—Tal vez está aquí para rogarle a Sofía que le preste algo de dignidad —agregó otro, riendo.
Luciana apretó los puños. Su respiración se volvió pesada, pero no dijo nada. Sabía que cualquier palabra sería usada en su contra. Doña Elena se acercó en ese momento, con su copa de champán en alto, y la miró con frialdad.
—¿No te enseñamos que en eventos como este se debe tener presencia? Mírate. Pareces una empleada mal vestida. ¿No pudiste al menos peinarte como la gente decente?
Luciana tragó saliva. Su madre no le hablaba como a una hija, sino como a una carga que debía ser disimulada. Don Rafael se unió a ellos, con su habitual tono cortante.
—No sé por qué insistes en venir a estas cosas. Nadie te invitó. Nadie te necesita aquí. Vuelve a tu cuarto y deja de arrastrarte por donde no te quieren.
—Papá… —intentó decir Luciana, pero él la interrumpió.
—No me llames así. No frente a mis socios. No quiero que piensen que tengo dos hijas. Tú no cuentas.
La frase fue como un disparo. Luciana sintió que el suelo se abría bajo sus pies. Las miradas alrededor eran una mezcla de incomodidad y morbo. Algunos fingían no escuchar. Otros disfrutaban del espectáculo. Sofía se levantó con elegancia y se acercó, como si fuera a mediar. Pero su voz fue aún más cruel.
—¿Sabes qué, Luciana? Tal vez deberías agradecer que te dejamos vivir en el penthouse. Hay gente que paga millones por estar cerca de nosotros. Tú solo estás aquí porque mamá no quiso abortar. Y eso fue su peor error.
Luciana retrocedió un paso. El aire se volvió espeso. Las lágrimas amenazaban con salir, pero se negó a mostrarlas. No frente a ellos. No frente a Sofía.
—¿Y qué esperas? —continuó Sofía—. ¿Que Esteban te mire? ¿Que te salve? Por favor. Él está conmigo. No con una mosquita muerta que vive escondida entre libros y miserias.
Esteban se levantó entonces. Su rostro mostraba incomodidad, pero también algo más profundo. Caminó hacia Luciana, ignorando a Sofía.
—Ya basta —dijo en voz baja, pero firme.
Sofía lo miró con furia.
—¿Vas a defenderla ahora? ¿A esta cosa que ni siquiera sabe vestirse?
Esteban no respondió. Se limitó a mirar a Luciana, y en sus ojos había una mezcla de compasión y respeto. Luciana lo sostuvo con la mirada, sin decir una palabra. No necesitaba que él la salvara. Solo necesitaba que alguien la viera.
—No tienes que quedarte —le dijo él—. Vamos. Te acompaño.
Luciana dudó. Miró a su madre, a su padre, a Sofía. Todos la observaban con desprecio. Pero en ese momento, algo cambió. No era debilidad lo que sentía. Era rabia. Era dignidad.
—No —respondió con voz firme—. No me voy. Esta es mi familia. Esta es mi ciudad. Y esta es mi historia. No me van a borrar.
El silencio se apoderó del salón. Por primera vez, Luciana había hablado. Por primera vez, había enfrentado el desprecio con voz propia.
Sofía apretó los dientes. Doña Elena bajó la mirada. Don Rafael se giró, incómodo. Esteban sonrió, apenas.
Luciana se dio la vuelta y caminó hacia la terraza, con la cabeza en alto. Afuera, Medellín brillaba como un testigo silencioso. Y en su pecho, una promesa ardía: algún día, todos recordarían su nombre. Y no por vergüenza, sino por fuerza.
#3070 en Novela romántica
#799 en Novela contemporánea
nuevas oportunidades nuevo comienzo, amor celos traicion, venganza dolor odio sexo familia y amor
Editado: 20.08.2025