La Flor del Ángel Caído

CAP 1. Flores Entrelazadas

La noche se quebró...

En Arcaniel era más fría de lo habitual.
El viento no soplaba: susurraba, como si trajera palabras de un idioma olvidado.

En un rincón abandonado de la ciudad, donde las farolas parpadeaban como si temieran iluminar demasiado, una sombra despertó.

No era humano.
No respiraba.
No necesitaba hacerlo.

Su forma se arrastró por las paredes, densa como humo líquido, hasta concentrarse en una figura alta cuyos ojos —dos abismos— se abrieron con un chasquido.

Sintió un tirón.

Una chispa.
Un despertar antiguo… como si su propio corazón, negro y marchito, hubiera recordado cómo latir.

Ella… —la palabra se escapó como un suspiro lleno de hambre.

La sombra se retorció con cierta ansiedad deliciosa.
Había esperado décadas, siglos quizá… y por fin algo había cambiado.

La sangre de Seraphina.
La niña nacida de la mujer que un día amó al borde de la locura.

Su risa resonó tenue, como el quiebre de un cristal.

Pero hubo algo más.

Un segundo latido.
Una vibración que le resultó insoportablemente familiar.

—No… —murmuró, con una mezcla de irritación y diversión oscura—. Tú no.

Un ángel.
No uno cualquiera.

El Caído.
El favorito de los cielos.
El mismo que había desafiado al demonio, y ahora es siervo de él.
Osaba vincularse con la hija de la mujer que este demonio llego “amar”

Un temblor recorrió toda su forma.

—Perfecto —se relamió dentro de la oscuridad—. Esto será… divertido.

Y con un chasquido, se deslizó calle abajo como un manto de humo.

Aquel hombre caminaba rápido, casi con furia.

La lluvia caía fina, como agujas heladas, y el viento empujaba su abrigo negro hacia atrás, revelando por momentos la sombra de sus alas ocultas bajo la piel.

No podía quitarla de su mente.

Arlina.
Sus ojos luminosos.
Su voz suave.
Su toque… el breve roce que había encendido algo que él había enterrado hacía años.

—No tengo por qué volver —se dijo por tercera vez.

Sus palabras se disolvieron en el aire.

Pero el tirón seguía ahí.
Una conexión antigua, primitiva, poderosa.

Su instinto angelical lo estaba traicionando.
Y peor aún, su parte caída —esa parte rota y peligrosa dentro de él— ardía como si hubiera encontrado algo que llevaba un siglo buscando.

Se detuvo en seco bajo una marquesina.

Sus ojos reflejados en el vidrio del local frente a él centellearon.
Del plateado oscuro habitual… a un violeta pulsante.

Ese color solo aparecía cuando…

—Cuando un sello antiguo se activa —murmuró, con voz baja.

Algo la estaba protegiendo.
Algo de su madre.

Kael apretó los puños.

—Seraphina… ¿qué dejaste atrás?

Cuando quiso darse cuenta, ya estaba caminando hacia la floristería.
Sus pasos no le pertenecían.
Su voluntad no le pertenecía.

Cada esquina que doblaba lo acercaba más.

Cada farola que pasaba parpadeaba.
Como si algo en él alterara la luz.

—No voy a entrar —insistió—. No… voy a involucrarme.

Pero sus alas latentes se erizaron con violencia.
Un escalofrío de peligro recorrió su columna.

El enemigo estaba cerca.
Lo sentía.

Y Arlina… estaba justo en medio.

Arlina se había acostado temprano, agotada por el día.
Pero el sueño no llegó.

Su mente volvía una y otra vez a ese momento:

La mano de él sobre la suya.
Su mirada, profunda y extrañamente melancólica.
Ese detalle casi imperceptible: una luz plateada en sus ojos cuando la tocó.

—Ridículo —se dijo, llevándose una mano a la frente—. Solo fue un cliente.

Pero su pulso no opinaba lo mismo.

Ni su magia dormida.

Sobre su mesa de noche, un pequeño lirio que nunca floreció, tembló.
Y luego…

Se abrió.

Los pétalos brillaron con un tono blanco azulado, como si la luna hubiera decidido esconderse entre ellos.
La luz se deslizó por el cuarto, suave, vibrante.

—¿Qué…?

Arlina se levantó, acercándose con cautela.

El lirio brillaba más fuerte cuanto más cerca estaba su mano.
Y cuando por fin lo tocó…

Un pulso de energía la atravesó.
Calor.
Luz.
Un latido que no venía de ella… pero también era ella.

Arlina retrocedió, respirando agitadamente.

Algo — algo que no sabía que tenía— estaba reaccionando.
Despertando.

A él.

Porque no podía negarlo: el tirón que sentía era el mismo que había sentido cuando aquel chico la miró.
Una conexión que no tenía sentido lógico.

Se abrazó a sí misma, asustada.

—¿Qué estás haciendo conmigo?

Pero la respuesta no vino en palabras.

Vino en un escalofrío.

Un estremecimiento helado… que no venía del interior, sino de afuera.

Arlina caminó hacia la ventana.

Las luces de la calle titilaban.
Una figura oscura estaba cruzando la acera, moviéndose como si no tocara realmente el suelo.

Una presencia que hacía que el aire se congelara.

Arlina tragó duro.
Sus dedos empezaron a temblar.

Pero entonces…

El sello se activó.

Una luz suave —invisible para los humanos— envolvió la fachada de la floristería abajo, como una cúpula cálida. El símbolo creado, escondido entre las enredaderas del marco, brilló por un instante.

Un santuario.
Una frontera que los demonios no podían cruzar.

La figura oscura se detuvo.
Pareció fruncir el ceño, aunque no tenía rostro definido.

—Ah… así que aún vive tu luz —susurró con voz distorsionada.

Arlina no escuchó, pero sintió la hostilidad.

Y un segundo después…

Sintió otra cosa.

El tirón.
Intenso.
Urgente.




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