La flor del clan Mcgregor

Capitulo 45

Los días pasaban. Morag iba todos los días a curar a Aileen; las heridas iban cicatrizando. Neilan entraba a los aposentos para ver a Aileen, pero ella no quería verlo. Estaba aún dolida. Ver la forma en que lo miraba a Neilan le dolía; se sentía culpable y él sabía que nunca se iba a perdonar en haber creído a Isla.

—¿Por qué aún la mantienes en el calabozo? ¿Por qué no la echas? No sabes que por su culpa perdí a mi hijo —le decía Aileen cada vez que él entraba a verla.

Una tarde, que Aileen se podía mantener en pie, habló con Alana y le pidió un favor, pero ella tenía que ser la única que lo debía de saber. Alana dudó, pero viendo el dolor de su amiga, decidió ayudarla. Esa noche entró en los aposentos de Aileen sin ser vista, trayendo el recado que su amiga le había encomendado.

La noche era fría y densa; el viento arrastraba nieve contra las paredes de Eilean Donan.

Aileen se movía con precisión dentro de sus aposentos, sus manos mezclando cada hierba con una meticulosidad escalofriante.

Frente a ella, Alana observaba en silencio, su expresión tensa, llena de incertidumbre.

—¿Estás segura de esto? —preguntó con voz apagada.

Aileen no levantó la vista.

—Lo estoy.

Cada movimiento era calculado, cada ingrediente seleccionado con una precisión letal.

Sabina. Raíz de aconito. Un toque de belladona.

Todo se mezcló en una infusión amarga.

Alana exhaló lentamente; su corazón latía fuerte en su pecho.

Sabía que nada de esto podría detenerse ahora.

Aileen había tomado su decisión.

Y Colin pagaría el precio.

Cuando Aileen entró en los calabozos, su presencia era un soplo de hielo.

Isla levantó la vista, su rostro pálido y enfermo.

Aileen le ofreció la copa, su voz suave, envolvente, llena de una falsa compasión.

—Esto te ayudará con el dolor.

Isla miró el líquido oscuro, su mirada desconfiada solo por un instante.

Pero al ver la serenidad en el rostro de Aileen, cedió.

Bebió sin sospechar nada.

Cada gota corrió por su garganta.

Y entonces el infierno se desató.

Los gritos de Isla retumbaron en los pasillos, un sonido agónico, desgarrador.

Malcolm corrió hacia los calabozos, su corazón palpitante de alarma.

Cuando llegó, el espectáculo ante sus ojos lo dejó sin aliento.

Isla se retorcía en el suelo, su piel cubierta de un sudor frío.

Pero más aterrador aún…

Aileen estaba de pie, observando con indiferencia.

Malcolm dio un paso hacia ella, su voz temblorosa, incrédula.

—¿Qué has hecho?

Aileen lo miró con frialdad.

—Lo que debía hacer.

Sus palabras eran un cuchillo, su tono, sin arrepentimiento.

Malcolm cerró los puños, su respiración pesada, llena de rabia contenida…

—Aileen Neilan se iba a encargar de ella.

Pero ella no pestañeó.

—No, Malcom, ella tenía que pagar por la muerte de mi hijo; esto no podía esperar.

Malcolm se pasó una mano por el rostro, sintiendo que perdía el control sobre la situación.

Si alguien descubría lo que había sucedido…

Las consecuencias serían devastadoras.

Debían actuar rápido.

Con Evan y Breixo, Malcolm organizó el traslado secreto del cuerpo.

Cubrieron a Isla con mantos, asegurándose de que nadie los viera mientras cruzaban los pasillos.

El aire helado los golpeaba; la nieve silenciaba sus pasos.

Cuando llegaron a los límites de las tierras McGregor, la dejaron allí, al filo de la muerte, a merced de la nieve.

Los tres se miraron en silencio, sabiendo que no podían cambiar lo sucedido.

Solo podían esperar que la verdad nunca fuera descubierta.

Pero Malcolm sabía que no sería tan fácil.

Colin pronto lo sabría.

Y entonces…

La venganza sería brutal.

La nieve cubría el suelo, formando una capa fría y silenciosa sobre las tierras McGregor.

El viento silbaba entre los árboles, pero Colin no escuchaba el sonido del invierno.

Solo el rugido de su propio enojo.

Cuando encontró el cuerpo de Isla, la sangre se le heló en las venas.

Su piel pálida, su mirada vacía, su respiración casi inexistente.

Los guerreros se acercaron, pero nadie dijo nada.

Porque la verdad estaba escrita en su rostro.

Isla no estaba sola.

La había dejado sin hijo.

Y en su mano apretaba un pergamino, su último mensaje.

Colin lo arrancó con dedos temblorosos, sus ojos leyendo las palabras que sellarían el destino de los Mackenzie.

—Tú me quitaste lo más valioso para mí, ahora yo te quito algo tuyo.

Aileen.

La mujer que le había arrebatado su sangre, su futuro, su legado.

Colin se incorporó, su rostro una máscara de furia y dolor.

Y entonces rugió, su voz un trueno sobre las tierras heladas.

—¡Juro destruirlos ¡Los Mackenzie pagarán con sangre por lo que han hecho!

Los guerreros alzaron sus armas; sus expresiones reflejaban su propia ira.

La guerra ya no era una posibilidad.

Era una certeza.

En Eilean Donan, la noticia llegó como una tormenta.

El castillo se agitó, los hombres prepararon las defensas, la tensión se apoderó de cada rincón.

Neilan cruzó los pasillos, su pecho pesado con la sombra de su culpa.

Pero Aileen permanecía impasible, observando las montañas desde su ventana, como si su propia venganza no la afectara en absoluto.

Malcolm se acercó a ella, su voz firme, preocupada.

—Colin sabe lo que hiciste; mi hermano sospecha que fuimos nosotros.

Aileen apretó los labios, su expresión tan fría como el invierno.

—Lo sé.

Pero Malcolm no podía creerlo.

—No entiendes lo que viene. Tú más que nadie sabes que Colin no es un hombre que perdona.

Aileen se giró lentamente, su mirada afilada como una hoja de acero.

—Y yo tampoco




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