La noche había caído sobre el Reino Sombrío, tiñendo los muros de piedra de un gris casi negro y lanzando sombras que parecían moverse con voluntad propia. Las torres del castillo se alzaban como garras hacia un cielo encapotado, y la luna, cubierta por nubes densas, apenas iluminaba los jardines marchitos donde las flores exhalaban un aroma metálico, recordatorio de antiguas batallas.
Lyra corría entre los callejones húmedos, su capa negra pegada al cuerpo por la lluvia que caía con fuerza intermitente. Cada paso resonaba como un tambor en la piedra mojada, y su corazón latía con fuerza no solo por el esfuerzo físico, sino por la sensación de peligro que la había perseguido desde hace meses. No podía permitirse fallar. No ahora.
Su don era un secreto que valía más que cualquier tesoro: veía los hilos del destino, los hilos invisibles que conectaban vidas, amores, traiciones y muertes. Algunos hilos eran suaves y brillantes, otros oscuros y quebradizos. El que la guiaba esa noche era rojo como la sangre fresca, vibrante, imposible de ignorar.
Lyra sabía que debía seguirlo. Cada fibra de su ser gritaba que ese hilo la llevaba hacia el príncipe Kael, heredero del Reino Sombrío, un hombre temido y respetado, cuya mirada podía helar la sangre de cualquiera. Él era el guardián de un secreto tan antiguo que acercarse a él podía costarle la vida.
Mientras atravesaba la plaza central, un destello de luz plateada la cegó por un instante. Los guardias patrullaban, sus espadas brillando bajo la luna y sus armaduras retumbando con cada paso. Lyra se escondió tras un carro abandonado, conteniendo la respiración. Su corazón latía tan fuerte que temió que la delatara.
—¿Quién va ahí? —la voz de un guardia cortó la noche, firme y segura.
Lyra permaneció inmóvil, sintiendo cómo su cuerpo temblaba de adrenalina. Entonces lo vio.
Kael estaba de pie al otro lado de la plaza, su capa ondeando al viento, la espada descansando a un lado de su cadera. Sus ojos, intensos y oscuros como el abismo, recorrieron la plaza con precisión letal. Y en ese instante, sus miradas se encontraron. Lyra sintió un escalofrío recorrerle la espalda, no de miedo, sino de algo más peligroso: atracción.
Nunca había sentido algo así por un hombre que podía matarla con solo desearlo. Y Kael no parecía un príncipe común. Su presencia imponía respeto y temor, pero también despertaba una curiosidad imposible de ignorar. Como si un hilo invisible los uniera más allá del tiempo y del destino.
Lyra sabía que esa noche cambiaría su vida. La magia prohibida que había jurado ocultar tendría que salir a la luz. Y el hombre que ahora la buscaba en la oscuridad sería, al mismo tiempo, su enemigo y su salvación.
Un relámpago iluminó el cielo y la lluvia se intensificó, golpeando su cabello y rostro con fuerza. Lyra respiró hondo y, con un último vistazo hacia Kael, desapareció entre las sombras, llevándose consigo el secreto que podría destruir al Reino Sombrío… o salvarlo.
En lo profundo de la biblioteca real, Kael recorría los antiguos pergaminos con manos firmes, cada página impregnada de siglos de secretos. No dormía; no podía. Había sentido un cambio en el flujo de la magia del reino, un hilo que se movía con fuerza irregular. Un hilo rojo, vibrante… y familiar.
El consejo de magos había hablado de ello hacía siglos: “El hilo rojo traerá luz y sombra a la vez. Solo el corazón del elegido podrá sostenerlo”. Kael sabía que ese elegido estaba cerca. Lo sentía. Y el nombre que se repetía en sus sueños era Lyra.
Mientras tanto, Lyra se escondía en las calles, mezclándose entre sombras y charcos de agua que reflejaban la luz de las antorchas. No podía entender por completo la visión que había tenido: un hilo rojo que la ataba a un hombre que apenas conocía, un hombre que podría ser su salvación… o su condena.
Un ruido detrás de ella hizo que girara con rapidez. Los guardias la habían seguido. Su magia chispeó en la punta de sus dedos; los hilos del destino vibraban a su alrededor, ansiosos por revelarse. Con un gesto rápido, desató un hechizo que levantó una niebla oscura, cegando a los guardias por unos segundos. Lyra corrió sin mirar atrás.
El choque fue inevitable. Lyra tropezó con Kael en un callejón estrecho. Él la tomó del brazo con fuerza, haciendo que el hilo rojo se tensara como un resorte.
—¿Eres tú… la que los hilos llaman? —preguntó Kael, con voz baja pero firme, sus ojos escudriñando cada movimiento de ella.
Lyra lo miró con desafío, ocultando el miedo tras la arrogancia:
—No sé de qué hablas —mintió, aunque su corazón sabía que no podía engañarlo.
Kael inclinó la cabeza, y un medio sonrisa apareció en sus labios. —Entonces me obligarás a descubrirlo por la fuerza.
El aire entre ellos chispeaba, no solo de tensión, sino de algo más profundo, imposible de ignorar. Ambos sabían que aquel encuentro no sería el último. El destino los había unido y, por más que lo negaran, la atracción estaba escrita en los hilos mismos.
Lyra respiró hondo. Podía sentir la magia del príncipe, fuerte y contenida, y algo en su interior le decía que rendirse ante él sería el mayor riesgo de su vida. Pero a la vez, sentía una conexión que no podía romper.
Kael la soltó con un gesto que mezclaba frustración y respeto. —Corre —dijo—, pero recuerda: siempre estaré un paso detrás de ti.
La joven desapareció entre la lluvia y las sombras, mientras el príncipe observaba la dirección por donde había huido, consciente de que aquel encuentro apenas había comenzado a escribir su historia.
Lyra corrió por los callejones estrechos del Reino Sombrío, esquivando charcos y postes de luz que goteaban lluvia como lágrimas. Su mente retrocedió a los días de infancia, cuando su madre le enseñaba a ocultar la magia y a escuchar los hilos del destino.
—Nunca dejes que alguien vea tus dones, Lyra —decía su madre—. La magia es un arma, y los que la temen la destruirán sin piedad.