Me había acostumbrado a sus atardeceres. Tan rojos, sangrientos e inciertos como un eclipse que decide entre el Sol y la Luna.
A sus días grises y a la niebla enturbiando mi cielo.
Me había acostumbrado a él, a su aroma agridulce, y como acto reflejo me enamoré aun sabiendo lo que aquello conllevaba.
Si mi voz cantaba era esperando que su corazón se enterneciera, y si gritaba suplicando auxilio y un nuevo renacer. A veces de dolor y otras de felicidad, recuerdo que las notas a veces desafinaban y otras veces se alzaban iluminando su rostro.
Se entrelazaron dos historias que conectaron con una dulce melodía de instrumentos de viento y cuerda, donde las diferencias resultaron ser pequeños matices de colores con una única sinfonía. Con la sorpresa de la percusión y la dulzura de la lírica.
No éramos más que dos almas en vilo de un nuevo amanecer, pero como la luz y la oscuridad no existía la penumbra entre nosotros. Y ahí, dónde la variedad fue el motivo, se creó la unión de toda una nación. Una sonata propia de Asteria y de la nueva era que estaba porvenir.
Y entonces dibujo y la Flor del Sol dictamina nuestros caminos coloreando nuevos horizontes.