Al sur, en el bosque de Abbadon, una joven albina de ojos claros y tez morena recolectaba frutos y hierbas para su madre. Su pelo liso descendía sobre su espalda, que se removía a cada paso que daba y su voz, melodiosa, se escuchaba como un eco lejano.
—¿Maîa, otra vez perdida cantando?
Su mejor amiga, Nâya, había decidido acompañarla aquella mañana. El pueblo de Abbadon estaba separado por un lago y una frondosa arboleda, que conformaban las Tierras de Täwic. Las dos amigas siempre aprovechaban para reencontrarse bajo un abedul frente al lago.
—¡No estaba perdida, además, eso solo ocurrió una vez!
Nâya era un poco más alta que Maîa. Su melena corta de color azabache se encontraba recogida en una trenza que apenas le llegaba por los hombros y sus labios, carnosos, esbozaban una sonrisa traviesa ante la cabezonería de su amiga. Alzó la vista hacia arriba calculando con la posición del Sol la hora. Su familia la esperaba para comer y había recolectado diez raciones de frambuesa que depositó en la cesta de su amiga.
—Mañana nos vemos. —se despidió—¡Por favor, no te vuelvas a perder de camino a casa! —exclamó en la lejanía.
Frunció el ceño ante la desconfianza de su amiga:
—¡Ya te he dicho que eso solo pasó una vez!
Sin embargo, no la escuchó. Lanzó un sonoro suspiro y dio media vuelta para regresar junto a su madre. Se pasó todo el camino tarareando y en ocasiones silbando junto a los pájaros, que parecían pararse junto a ella para escucharla cantar. Todo el pueblo reconocía a Maîa por su voz: tan dulce y risueña, que difícilmente podías olvidarte de ella.
El jefe, Mao, siempre la solicitaba para que cantase en las fogatas y en fechas especiales, como cumpleaños o fin de año; sin embargo, a su madre parecía preocuparla gravemente el futuro de su hija, pues en las Tierras de Täwic, a diferencia de la zona norteña donde se encontraba la capital, los recursos eran escasos y los ciudadanos debían de dedicarse a otro tipo de oficios. Maîa debía de elegir a que dedicarse: ganadería, agricultura, artesanía o herbología, como su madre.
Entró en casa encontrándose con ella, que comenzaba a calentar los fogones. Depositó las hierbas y las frutas en la encimera y se sentó a la espera de que su madre preparase la sopa.
—¿Has pensado ya a qué te dedicarás, Maîa? Ya tienes veintiún años, pronto tendrás que sumarte a algún oficio.
La peliblanca dejó a un lado sus cubiertos y le mantuvo la mirada, decidida a expresar sus anhelos y a convencerla para que le apoyase:
—Quiero dedicarme al mundo del espectáculo, mamá.
Pero su respuesta, como ella ya se imaginaba, no fue positiva:
—¿Otra vez con lo mismo? —se exasperó— Ya sabes que no puedes vivir de la danza ni del canto. ¿Dónde piensas trabajar, en la taberna de Bill?
—¡En la capital! —respondió eufórica con tan solo imaginárselo—¡Puedo ser capaz de cantar en los grandes salones, de animar a los ciudadanos e incluso de actuar para la corte imperial o para el mismísimo emperador, si hace falta!
El rostro de Maîa se iluminaba con cada palabra que formulaba, mientras que el de su madre se contraía con nostalgia sabiendo que aquello, por mucho que lo deseara, era imposible.
—Hija mía, en la capital el canto está mal visto. Son capaces de meterte en los calabozos o incluso de matarte si te escuchan cantar. Los muy locos pensarán que estás invocando espíritus, o quién sabe qué.
—¡Pero la historia puede cambiar, mamá!
No obtuvo respuesta, o al menos no verbal. Hanä hundió su cubierto en la comida apenada por ver, de primera mano, la ilusión de su hija en un asunto que no podía a suceder. Solamente ella era capaz de ver esperanza en que sucediese una transición. Siempre que discutían Maîa era la única que se imaginaba, en un futuro, a Asteria como una nación sin desigualdades. Contemplaba la posibilidad de que el territorio del Norte dejase de ser tan elitista. De que existiese la igualdad de oportunidades y derechos. Había tantas cosas que ella creía posibles, que muchos ciudadanos no podían evitar o bien reírse de su tierna inocencia, u observarla a lo lejos con cierto desdén. Sin embargo, su madre era la única persona que ella creía capaz de animarla. Con Nâya le resultaba imposible hablar de este asunto, ya que siempre la asustaba con historias del pasado de sacerdotisas (con el tiempo denominadas hechiceras), que fueron condenadas a muerte precisamente por invocar espíritus con su voz. No tenía a nadie más en que apoyarse. Su padre la abandonó una vez ella nació sin darle la oportunidad de si quiera conocerle. Siempre habían estado las dos juntas y darse cuenta de que no le apoyaba le encogía el corazón.
—No me puedes impedir que cante.
Su madre la sostuvo de las manos, con tiernas caricias y una mirada que endulzaba cualquier ofensa que ella hubiese pronunciado:
—Cariño yo siempre te diré que cantes y dejes salir esa voz tan dulce que tienes, pero vivir de eso, en un país como este, es cavar tu propia tumba. No estoy dispuesta a perderte. Por eso te pediré que cantes siempre que puedas, pero ante la gente que solo tú creas conveniente.
El día transcurrió lento y a la tarde Hanä quiso mostrarle una sorpresa, o al menos aquellas habían sido las palabras que ella había empleado para mostrar su interés.