Bajo el albor de un nuevo día, los oficiales despertaron a las jóvenes impacientes y entre voces. Esperaban encontrar la capital vestida adecuadamente para su llegada, pues para un soldado no existe mayor satisfacción que el regreso a casa entre vítores y recibimientos, con el himno del país acentuando su protagonismo.
Fue a mediodía cuando, adentrándose ya en el interior del país, los mercaderes y niños observaban curiosos los carruajes. Se había corrido la noticia de que el emperador buscaba una mujer con la que compartir su vida, y los ciudadanos estaban deseosos de conocer a quién se convertiría en su primera amada.
Los nuevos caminos se bifurcaban y el bosque comenzaba a cerrarse. Se escuchaban suaves murmullos y Maîa admiraba la belleza del Norte desde su ventanal, con el albor iluminando su rostro y dándole un aspecto aparentemente animado, aun cuando su corazón continuaba echando en falta la pérdida del día anterior. Atravesar la ciudad fue definitivamente una experiencia para las sureñas, quienes nunca habían presenciado un escenario tan llamativo y ostentoso. El recorrido estaba adornado con gardenias, tulipanes y lirios azules que honraban la alfombra roja sobre la que pasaba la carroza. El dibujo era la bandera de Asteria (escamas de dragón en estandarte de color rojo), y los ciudadanos mostraban su gracia con racimos de uvas, carne, fideos y verduras braseadas.
Tropezaron con santuarios, viviendas, la biblioteca nacional e inclusive el edificio donde se realizaban los espectáculos, en el que Maîa no pudo evitar imaginarse a sí misma cantando bajo el gran foco. La diferencia entre ambos territorios le pareció abismal, las calles estaban cuidadas y se respiraba un aroma a cerezo que retenía a cualquier inmigrante en la capital de Asteria. Cabe destacar la belleza de los alrededores y su combinación con la naturaleza, dándole un aspecto único y enriquecedor. Había pequeños estanques en las plazas y a lo lejos se podía visualizar un enorme prado, con pequeños motes de colores.
De cualquier modo, Maîa no se sentía bienvenida y su primera reacción fue apartar su mirada. Las expresiones de los aldeanos representaban el peor de los pensamientos, salvo el de los niños, que sumergidos en una ola de inocencia apenas reparaban en las políticas que se seguían en su país. Las aspirantes al trono se miraron con un sentimiento agridulce, bajo la creencia de que encontrarse reclusas en su propio imperio nunca se había vuelto tan certero como aquella mañana. Cuando la envidia comenzó a asomarse en su mente, sonó una orquesta de trompetas, flautas y arpas, con el suave vaivén del laúd y una brisa que sacudía las melenas de los presentes. El día estaba soleado y una voz cantante, grave y masculina, las introdujo:
—¡Demos la bienvenida a las damas de las Tierras de Täwic!
La presentación no fue digna de una ceremonia real, pero Saúl exigió que se anunciara la llegada de las concubinas antes de entrar al imperio. Así, las jóvenes bajaron de los carruajes encontrándose con la entrada real y un centenar de soldados custodiando sus puertas. Rem encabezó la marcha guiándolas hasta el ala izquierda, donde estarían sus aposentos y por tanto el Harén del emperador. No podían cruzarse con él con aquellas vestimentas, debían de acicalarse, vestirse con mejores ropas y poner a prueba su educación y postura. El color caoba bañaba los soportes y tejados, junto con el blanco y un pequeño destello dorado que acentuaban la riqueza de la capital. Las sureñas estaban embelesadas por la majestuosidad del palacio, y su estupefacción alcanzó el punto más álgido cuando pasaron al lado de la carroza de Saúl, cuyo tamaño duplicaba la que habían utilizado ellas para viajar. Las ruedas presentaban dibujos dracónicos, aunque lo más llamativo eran las escamas de dragón que envolvían al carruaje en sí.
—¿Cuánto crees que valdrá una rueda de esas? —preguntó por lo bajo Rashä. El tono no fue de admiración ni mucho menos de curiosidad, parecía más bien un reproche. Si bien la mayoría admiraban los alrededores con esmero, muchas otras los observaban con cierto resquemor y envidia. Por el contrario, Maîa contemplaba las múltiples flores y creyó que aquel lugar era precioso, trató de localizar la Flor del Sol, porque la reconfortaba creer que el recuerdo de su madre podría encontrarse también ahí, aunque pronto especuló que una planta tan especial no podía crecer en un sitio tan lujoso y banal.
Atravesaron el patio, donde había un estanque en el centro y al fondo un sofá de suelo, con un juego de té y cojines a su alrededor. El sillón de su lado, de color verde esmeralda con siluetas dracónicas, era cuanto menos majestuoso, grande, de ensueño y con un pequeño arroyo de fondo que silenciaba cualquier pensamiento. Maîa no necesitaba ninguna visita guiada que le explicara que aquel aposento correspondía a Saúl Durh, y si bien el negro era su color favorito aquella mañana sus gustos cambiarían. El general Rem se percató de la curiosidad de la joven, tenía la convicción de que su corazón todavía lloraba bajo el cielo de la Luna, pero cuando la veía tan sumergida en sus pensamientos no podía evitar creer que su mirada, lejos de cualquier maldad, guardaba los pensamientos más puros e inocentes. Observaba su alrededor como una niña, con la imperante necesidad de comentarle cualquier detalle a Nâya, manteniéndose atenta a lo que a sus ojos le pareciesen fuera de lo común. Fue cerca de la cámara del Oeste cuando su sonrisa se desvaneció.
—Este será vuestro nuevo hogar. De ahora en adelante acataréis las órdenes de las damas y estaréis bajo el cuidado de las criadas. Ellas estarán a vuestro servicio para vuestra presentación con el emperador.