La Flor Y La Llama Azul

1. PRÓLOGO - La Maldición del Niño Azul

Hace ochocientos años, bajo un cielo desgarrado por un resplandor antinatural, nació el niño que los reinos temieron.
Dicen que su llanto estremeció raíces, montañas y ríos; que no sonaba como el de un recién nacido, sino como un eco ancestral, frío y ardiente al mismo tiempo. En sus ojos se encendía un fuego imposible, la flama azul, signo del Reino Oscuro, condena y promesa a la vez.

Los sabios reconocieron en aquel instante lo que las profecías habían susurrado desde generaciones olvidadas "El niño de la llama azul será el fin de los tres reinos Florales, Demonios y Nexforia."
No hubo celebración, solo temor.
Los Siete Ancianos, guardianes forjados por artes arcanas para proteger el equilibrio, se reunieron en consejo. No vieron en ese infante una vida que preservar, sino una amenaza que erradicar. Y así decretaron la matanza más sangrienta que la historia recordaría, el exterminio del clan que lo había engendrado.
Su madre descendía de los Zeryth, portadores de escamas negras, herederos de la astucia de las serpientes y de la resistencia implacable de Noxferia. Se decía que su piel podía endurecerse como piedra bajo la luz de la luna, y que su mirada tenía el poder de doblegar voluntades. Su pueblo, los Zeryth, vivían ocultos en lo profundo de cavernas y pantanos, allí donde la luz del sol no alcanzaba.

Su padre pertenecía a los Abrasthar, devoradores del fuego ardiente, guerreros que portaban en sus venas la llama viva del Reino Oscuro. Su aliento era fuego, su carne era brasa, y sus corazones estaban hechos para la guerra. Nadie desafiaba a los Abrasthar sin ser reducido a cenizas.

De aquella unión imposible nació el niño maldito, el único capaz de reunir las dos fuerzas más temidas la astucia venenosa de los Zeryth y la furia incandescente de los Abrasthar. Pero en lugar de la llama roja y voraz de su padre, el niño heredó una flama distinta un fuego azul, frío y eterno, que quemaba sin extinguirse. Esa era la señal de la profecía. Esa era la advertencia de que los tres reinos caerían.
Fue en la tercera luna tras su nacimiento. La oscuridad cayó más densa que nunca sobre Noxferia, y el viento trajo consigo un susurro de serpientes. Los Abrasthar se reunían en sus fortalezas de obsidiana, mientras los Zeryth aguardaban en las cavernas húmedas donde el niño dormía. Nadie sabía que esa sería la última noche de su linaje.

Los Ancianos descendieron como espectros.
No hubo advertencia... No hubo batalla justa.

El primero en caer fue el clan Abrasthar. Sus murallas de fuego fueron apagadas por un aliento de ceniza helada invocado por los ancianos. Los guerreros ardientes, que alguna vez parecían invencibles, fueron sofocados, sus llamas apagadas en un suspiro. Los gritos resonaron como crujidos de madera ardiendo, hasta que solo quedó humo y silencio.

Después vinieron por los Zeryth. Las cavernas fueron selladas con sellos de piedra, atrapando dentro a familias enteras. Las serpientes enloquecieron con el fuego sagrado que los Ancianos conjuraban. Mujeres y niños corrieron buscando salidas que ya no existían. Las escamas negras, orgullo de su linaje, se quebraban bajo el filo de las armas sagradas. La sangre corrió por las grietas del suelo, tiñendo los pantanos de un rojo oscuro que jamás se borró.

Fue una matanza, no una guerra.
Un exterminio cuidadosamente planeado, implacable.

En medio de aquel caos, una mujer de escamas negras, con el niño entre sus brazos, huyó hacia las profundidades del bosque envenenado. Era madre y heredera del linaje Zeryth, pero también guardaba en su vientre la semilla Abrasthar. El niño lloraba, y con cada sollozo la llama azul encendía el aire, revelando su presencia.

Los Ancianos la alcanzaron. Rodearon su refugio con círculos de fuego blanco, sellando todo escape. Ella lo supo entonces el clan estaba perdido. Nada sobreviviría. Solo quedaba una opción.

Con el corazón quebrado, la mujer invocó los antiguos cánticos prohibidos, uniendo la herencia de las serpientes y el fuego ardiente. Con su propia sangre trazó runas en el suelo, y llamó al Reino Oscuro, Noxferia. De las sombras emergieron serpientes gigantes, guardianas de escamas brillantes como ónix, y el suelo se abrió, tragándose al niño.

Ella no pidió poder.
No pidió venganza.
Solo pidió tiempo.

El niño fue sellado en las entrañas de Noxferia, entre veneno y sombra, dormido pero no muerto, esperando un destino que aún no debía cumplirse.

Los Ancianos llegaron demasiado tarde para detener el conjuro. Hallaron a la madre tendida en el suelo, su piel cubierta de escamas negras que se habían quebrado al entregar su vida. Su último susurro, apenas audible, fue una maldición y una promesa:

"Podré morir, pero la llama azul vivirá. Y cuando despierte, ningún reino estará a salvo."

Sellaron el lugar con cadenas de fuego celestial, convencidos de que la amenaza había quedado contenida. Al mundo proclamaron que la línea de los Zeryth y de los Abrasthar había sido erradicada. El niño nunca existió. La masacre nunca ocurrió.

Pero la tierra recordaba.
El aire recordaba.
Las serpientes guardaban el secreto.

Y la profecía quedó inscrita, grabada en el alma de los reinos.

"Cuando la doncella equivocada cruce los portales, la llama azul despertará."
Los ancianos proclamaron al mundo que habían cumplido con su deber.
Hablaron de victoria, de equilibrio restaurado, de que el peligro había sido borrado para siempre. A los reinos ofrecieron discursos solemnes, llenos de palabras cargadas de honor y justicia. Los tres reinos celebraron: los florales florecieron en primavera, los demonios alzaron sus espadas en festines de sangre y los hombres de Neforia bebieron hasta el amanecer.

La historia fue escrita con tinta dorada, no con la sangre derramada.
El mito del niño se convirtió en cuento de advertencia para los pequeños, una fábula para asustar doncellas en noches de luna. Y mientras los siglos avanzaban, la verdad quedó sepultada bajo capas de mentira.




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