La fortuna de Dalaroth

Capítulo 1 - primera parte

Usualmente, Kralice no visitaba a sus compañeros; pero como aquella mañana se cumplían dos meses de su entierro, creyó oportuno hacer una excepción. 

Tharyssa, Ivor y Calú no fueron los primeros en regresar sin vida de las Lejanías. Rescatar a la princesa de los inari era una sentencia a muerte. Kralice les había advertido y permanecía firme con respecto a su decisión: no se aventuraría junto a ellos. Tampoco quiso despedirse, a pesar de saber que la próxima vez que los viera, estarían muertos. 

En cambio, Edric, el único miembro del grupo que siguió el consejo de Kralice, sí les dedicó un último adiós. Él conservaba la esperanza de un reencuentro. Y sucedió, pero no de la forma en la que lo esperaba. Los cuerpos de Tharyssa, Ivor y Calú estaban fríos y tiesos. Extremadamente pálidos. Kralice también debió reconocerlos, mantuvo contacto con Edric hasta el día de la sepultura. 

Cavaron tres tumbas en el patio trasero del regimiento, encabezadas por el arma preferida de cada miembro. 

La espada de empuñadura de cobre le pertenecía a Tharyssa.

El escudo de madera y acero a Ivor. 

Y el mazo de hierro a Calú. 

Luego, Kralice y Edric tomaron caminos separados. El cabello verde y las orejas puntiagudas del dylf comenzaban a ser un simple recuerdo, hasta que la muchacha los distinguió una vez más. Edric estaba parado frente a la tumba de Tharyssa; Kralice procuró no perturbarlo mientras se acercaba. Una gardenia de amplios pétalos blancos descansaba junto a la espada clavada en la tierra. 

Edric apartó la vista de la empuñadura de cobre y observó a la muchacha. Llevaba su daga preferida colgando de la cintura y el bolso que la acompañaba a todas las misiones le cruzaba el hombro. 

Kralice solo se encontraba de paso, el pueblo de Indilul precisaba su ayuda y debía apurarse si quería llegar allí para el mediodía. Compartió con Edric el breve silencio que le dedicaron a sus compañeros, mientras una brisa veraniega jugueteaba entre ellos.

En un susurro, Kralice profirió un cántico inari, imperceptible para cualquiera que no se encontrara lo suficientemente cerca. Eran palabras dirigidas a los viajeros, deseos de buenos augurios.

 

Alma errante y libre, que la fortuna te guíe

por las aguas que navegues

por los caminos que transites.

Y si el cielo alcanzas, alma errante y libre,

que la fortuna te convierta en la estrella

que a mí me guíe.

 

Otro breve silencio, otra brisa veraniega. Desde lo alto, el sol envolvía con su cálido abrazo. Edric soltó un suspiro y habló. Su voz grave irrumpió en la calma gestada, al igual que un trueno.

—Me retiro como cazarrecompensas —dijo—. Tú deberías hacer lo mismo. 

Kralice ciñó los labios en una sonrisa. Hacía ya un tiempo, también alguien se lo había recomendado; pero de nada servía, porque cuanto más le insistían en abandonar, con mayor entusiasmo empuñaba su daga. 

Dos palmaditas en el brazo del dylf, una sencilla despedida. Atrás quedaron las tres tumbas y el precario cementerio del regimiento.

Nocturno relinchó en cuanto Kralice lo apartó del heno y subió a su lomo. El galope inició lento y pausado y tomó velocidad al salir de la capital por el Sendero del Valiente, ruta que conectaba con el noroeste de las Tierras Comunes y sus pueblos.

Cuarenta kilómetros distanciaban a Kralice de su destino. 




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