El burgomaestre de Indilul ofrecía cien lágrimas de plata al cazarrecompensas que lograra descubrir por qué las cosechas y el ganado del pueblo desaparecían por las noches. Kralice entretuvo su viaje a base de conjeturas sobre lo que pudiera estar ocurriendo.
Imaginó enfrentamientos con bandidos y animales salvajes, e incluso con Bestias. Tales criaturas atormentaban, de nuevo, la mente de todos los habitantes de Dalaroth.
La cabalgata de Nocturno se tornó ligera, al suelo de ripio lo reemplazó un camino de tierra llana, marcado con la estela que dejaban las carretas.
Kralice ordenó aminorar la marcha y consultó el mapa.
—Muy bien, muchacho, solo falta un poco más. —Acarició la crin del caballo. Era azabache, como el resto del pelaje que lo cubría.
Nocturno retomó la andanza y alcanzaron el pueblo en cuestión de minutos; dos árboles de troncos anchos y copas frondosas custodiaban la entrada.
Indilul era pequeño; con suerte abundaban las granjas y las casitas bajas. A simple vista, Kralice juró encontrar nada interesante, pero una aglomeración de aldeanos despertó su curiosidad. Desmontó y guio a Nocturno hasta el establo de una posada.
Mientras ataba las riendas junto al bebedero, buscó rastros de algún cuidador. Salvo por otro caballo que dormía cerca de un cúmulo de paja, el lugar estaba completamente vacío.
—Compórtate, ¿de acuerdo? —Kralice acomodó las manos en el hocico de Nocturno y miró directo a sus ojos avellana.
Él limitó la respuesta a un parpadeo.
La plaza principal estalló en vítores. La aglomeración de aldeanos se reunía allí. Después de insistirle a Nocturno que bebiera agua, Kralice se unió al gentío. El calor del mediodía empeoraba dentro del amontonamiento, los cuerpos sudorosos chocaban entre ellos en un absurdo intento por abrirse paso.
—Disculpe… ¿por qué tanto alboroto? —La señora consultada escudriñó a Kralice de arriba abajo. Forastera. No tardó en notarlo.
—Habrá una ejecución.
—¿Aprobada por la ley?
La mujer alzó los hombros con total indiferencia.
—Lo que importa es que nuestra desgracia terminará de una vez por todas. Horrible merava, jamás tendrían que haberle permitido quedarse. ¡Quiero su cabeza en una estaca!
El grito aturdió a Kralice, pero avivó la turba a su alrededor.
—¡Muerte al merava!
—¡Cagaré sobre tu cadáver, maldito bastardo!
Puños en alto y bocas tan abiertas que mostraban las dentaduras en su máximo esplendor. El odio fundía la piel de los aldeanos y creaba un tumulto del que resultaba imposible escabullirse. No existía manera de traspasar aquella barrera humana por las buenas. Kralice lo sabía, y la urgencia de llegar adelante era grande.
Frente a ella, la espalda de un tipo le tapaba el panorama. Con fugaces movimientos, desenvainó su daga y aplastó la empuñadura contra el costado del hombre. Kralice aprovechó el instante en el que bajó la guardia para patear el hueco de su rodilla. Fue mucho más fácil apartarlo del medio cuando las piernas perdieron estabilidad.
Con el resto de las personas que le impedían avanzar, aplicó la misma técnica. Una seguidilla de insultos la acompañó lo que duró la trayectoria. El burgomaestre volteó hacia la muchedumbre al escuchar a alguien vociferar “detengan a esa forastera de mierda”.
—Más le vale que esta sea una sentencia aprobada por la capital, porque, si no, estará en graves problemas, burgomaestre.
Kralice le habló al hombre con la coronilla adornada. Los burgomaestres de los pueblos inari eran fáciles de identificar: un halo de estaño e incrustaciones de pedrería circundaba sus cabezas.
—¿Y usted quién es? —preguntó, lo escoltaban dos concejales y un verdugo que vigilaba al acusado.
Kralice hurgó en su bolso y sacó un rollo sellado con la marca del regimiento. Se lo tendió al burgomaestre, pero él prefirió que uno de los concejales lo recibiera.
—Cazarrecompensas. —murmuró el concejal apenas examinó el pergamino.
—A sus servicios, lord de Indilul.
El burgomaestre tomó el pergamino y le echó un vistazo por su cuenta.
—Kralice de Vonvir, ¿eh? Cuánto lamento que nuestro pedido de ayuda haya sido escuchado tan tarde…, aunque agradezco que se tomara el trabajo de venir. Ya que está aquí, ¿por qué no se queda a presenciar cómo resolvemos el inconveniente?
—¿Debo recordarle que va en contra de la ley hacer justicia por mano propia?
—Me gustaría que fuera de otra manera, pero mi pueblo peligra por su culpa —el burgomaestre señaló al merava y Kralice lo observó. Llevaba los pies encadenados, al igual que las manos. La quemadura que le abarcaba el lado derecho de la cara delataba su castigo en nombre de las deidades inari—. ¿Es casualidad que el ganado y los cultivos hayan desaparecido desde su llegada? La sentencia divina persigue a los merava. Lo sabe, ¿verdad?
—No permitiré que una ejecución se base en meras supersticiones.