Cuando Kralice abandonó Indilul, las estrellas brillaban como luciérnagas en el firmamento. El descanso de todo un día le dio a Nocturno las fuerzas que necesitaba recargar. Su cabalgata veloz devolvió a la cazarrecompensas a la capital de las Tierras Comunes; la calidez que emanaba de las farolas en las calles pronto le dio la bienvenida.
Cuatro cuadras más allá, a mitad de un camino empedrado, la esperaba el regimiento. La fachada triple estaba compuesta de ladrillos gruesos y un tejado de cumbre puntiaguda la coronaba. A cada piso le correspondía un propósito: en el tercero se llevaban a cabo reuniones, tanto de índole profesional como recreativas; el segundo reservaba varias habitaciones de paso para los aventureros; y en planta baja, tenían lugar las tareas administrativas, donde ingresaban las encomiendas que los cazarrecompensas elegían. Luego, en el despacho de cobranzas, reclamaban la paga.
Allí fue Kralice. El espacio estaba abarrotado de papeles y botes de tinta. Detrás de un escritorio ubicado justo en el medio, Taluga barajaba un mazo de cartas. Su aspecto era el de una gonk promedio: apenas pasaba el metro de altura, portaba una melena descomunal, enrulada y larga hasta su trasero, y los músculos de sus brazos inspiraban a no meterte en problemas con ella.
—¿Preparándote para una nueva partida? —le preguntó Kralice, dejando en el escritorio el comprobante firmado por el burgomaestre.
—¿Conoces otra forma de matar el tiempo?
—Emborráchate. —Taluga se inclinó para alcanzar algo debajo de su asiento: una botella de licor a medio tomar.
—¿Quieres?
—No, gracias, tengo el estómago vacío. Me va a caer fatal.
La gonk se encogió de hombros, bebió del pico y se fijó en la cantidad de lágrimas que debía entregarle a la muchacha.
—¿Cien de plata? Enseguida. —Brincó del asiento. El aterrizaje tambaleó un poco a causa de los efectos del alcohol, aunque se recompuso al instante. En su cuello colgaba un manojo de llaves que examinó hasta encontrar la que abría la pequeña bóveda que guardaba el dinero.
Del interior, Taluga tomó una bolsa de cuero y se la dio a Kralice. Era pesada y estaba atada con una cuerda en la parte superior. La cazarrecompensas deshizo el nudo y comenzó a sacar monedas.
—Oye, oye, ¿qué haces? Todavía no estoy tan ebria como para equivocarme, puedes confiar en mí.
Kralice reaccionó al comentario con una carcajada y siguió concentrada en la contabilidad del dinero.
—Haz llegar esto a Indilul. —mencionó una vez separadas cuarenta lágrimas, con las que formó un grupo de delicadas gotas plateadas ensimismadas arriba del escritorio—. Que se lo entreguen directo al burgomaestre.
Un pueblo cuyas producciones estaban en falta necesitaba más el dinero que ella. Con veinte lágrimas de plata se las arreglaría. El resto lo llevaría al orfanato de Vonvir en cuanto llegara, como acostumbraba a hacer siempre que recaudaba la recompensa de alguna encomienda.
Taluga miró a Kralice a través de su flequillo enmarañado, chasqueó la lengua contra el paladar y volvió a guardar las lágrimas de plata indicadas.
—Bien, mañana a primera hora estarán de regreso a… ¿cómo dijste?
—Indilul.
—Bien, bien, y las recibirá… Ay, discúlpame, pero ¿puedes volver a repetirlo?
—El burgomaestre, Taluga, ¿no era que no estabas tan borracha?
—Je, je, tranquila, tranquila, lo recuerdo: Indilul y burgomaestre. ¿Algo más?
—No, eso es todo. Cuídate. —Kralice estaba lista para girar el picaporte y retirarse; pero antes de abrir la puerta, Taluga habló de vuelta:
—¿Indilul va con H? —La muchacha permitió que se le escapara un suspiro—. Lo siento, no estoy familiarizada con los pueblos inari.
—¿Quieres que lo apunte por ti?
—Sí, por favor.
Kralice mojó en un tintero la punta de una pluma que encontró desparramada entre el desorden. Con un rápido movimiento de muñeca y letra de trazos un tanto desalineados, escribió el nombre del pueblo. Por las dudas, también agregó “burgomaestre” entre paréntesis.
Después de que Taluga le agradeciera con una sonrisa que le infló las mejillas y rasgó sus ojos, salió del despacho de cobranzas. Apenas puso pie fuera del regimiento, Nocturno la esperaba con las riendas ajustadas a la entrada. Iba a desatárselas, pero el aroma a comida recién horneada la interrumpió. Provenía de La jarra oxidada, una taberna que quedaba enfrente y a la que concurría con regularidad.
Imaginó el famoso pastel de carne que servían y se le hizo agua la boca. Su padre, quien la esperaba para cenar en Vonvir, debería disculparla, porque Kralice cumplió los deseos de su estómago y corrió hacia la taberna.
Iba distraída, precipitada cual torbellino. Ni siquiera se dio cuenta de que no necesitó empujar la puerta para ingresar: una figura encapuchada estaba saliendo al mismo tiempo que ella. También parecía absorta en sus asuntos, ya que solo fue consciente de la presencia de la cazarrecompensas cuando sus hombros chocaron con vehemencia.
—Perdóname. —De la oscuridad que ocultaba el rostro del extraño, escapó una disculpa casi inaudible. A duras penas, Kralice logró a contestar antes de que la persona se escabullera en medio de la noche; y quedó sola, anclada al pórtico y con la puerta entreabierta a sus espaldas.