La fortuna de Dalaroth

Capítulo 3 - segunda parte

Las farolas de la capital corrían a la velocidad que viajaba el carruaje, a ritmo lento pero continuo. A esas horas de la noche, Alorey siempre priorizaba pasar desapercibida. El andar de las ruedas era apenas un murmullo entremezclado con el suave trote de los caballos que tiraban de las riendas.

Detrás de la ventana, contempló el panorama; sus dedos aferrados a la cortina que instantes atrás ocultaba la vista. Entre la neblina paseando por las calles, logró divisar su destino: La jarra oxidada. La taberna descansaba en una penumbra abismal. El último cliente en retirarse fue el inari que parloteaba sobre la Perentria. El gonk que lo acompañaba no aguantó las habladurías sobre la flor milagrosa y huyó minutos después de que la cazarrecompensas pagara su cena.

Que el grandote largara la cerveza resultó tarea complicada. Valdemar debió insistirle hasta el hartazgo. Amenazarlo no era una opción, por supuesto. A pesar de que los brazos del tabernero presumían unos músculos notables, quedaban insignificantes al lado de la mole que era Trentos.  

Afortunadamente, el hombre cambió de taberna antes de que Alorey apareciera. Valdemar se apresuró a cerrar el negocio y aguardó su llegada en el cuarto de utilería. La única luz que lo acompañaba era una vela pegada a un vaso. Entretuvo la espera jugueteando con la llama, hasta que escuchó el repiqueteo de un carruaje.

Justo al lado de La jarra oxidada, había un callejón que desembocaba en una puerta de roble macizo. Alorey sabía que detrás, la estaban esperando. Golpeó dos veces, luego tres y, por último, otras dos veces más.

El tabernero respondió de inmediato a aquella secuencia, era un código que él y ella compartían. En cuanto sus rostros se encontraron, también lo hicieron sus labios. Valdemar aceptó con gusto el beso de Alorey y se dejó embriagar por el perfume que portaba. Jamás pensó que alguien relacionado con la muerte desbordaría un aroma tan cautivador.

Alorey Luna de Sangre era una nigromante. Había recibido el título luego de graduarse de la Academia, pero practicaba la magia muchísimo antes de que las paredes del instituto susurraran su nombre.

—Hola. —murmuró Valdemar, su voz enternecida por el saludo.

—Hola. —respondió Alorey, sonriente, y lo escudriñó con sus ojos blanquecinos.

Se suponía que la mirada de los alubai era tan dorada como el destello que recorría sus alas; sin embargo, la espalda de la nigromante solo desplegaba dos cicatrices que habían sanado un largo tiempo atrás. Valdemar las conocía de sus momentos más íntimos. Las heridas le surcaban la piel desde los omóplatos hacia la cintura.

—¿Vinieron a buscar la carta? —preguntó, rodeada en el reconfortante abrazo que el tabernero ejercía alrededor de sus caderas. Con la yema de los dedos rozaba las puntas del cabello de ella, que abundaba como la nieve en invierno y presumía el mismo color impoluto.

—Sí, el muchacho fue puntual y, a cambio, entregó esto. —Valdemar sacó algo del bolsillo de su pantalón; logró otorgárselo a Alorey sin romper la unión entre ambos—. Lo hubiera guardado donde siempre, pero fue tan cauteloso al dármelo, que asumí que era importante.  

La nigromante acunó la ofrenda en su palma. Se trataba de un pañuelo de terciopelo que envolvía la delicadeza de un anillo dorado. En el exterior se vislumbraba un patrón con detalles intrincados que nadaban a través de la superficie de oro.

—Vaya, vaya, qué bonito... —balbuceó Alorey mientras su atención vagaba entre los grabados.

Aquel que solicitaba los servicios de la nigromante, debía brindarle garantía de que cumpliría con el pago. Ella siempre exigía un objeto personal que devolvía cuando recibía el dinero. En caso de que el cliente no cumpliera, el lazo con su pertenencia serviría para recordárselo.  

Alorey no deseaba atormentar para obtener lo que le correspondía, la Academia le había enseñado a utilizar la magia a favor de los demás. Sin embargo, ciertas personas preferían aprender por las malas.

Los espíritus con los que trabajaba obedecían sus órdenes, y si bien algunos se rehusaban a perseguir a los vivos, otros lo disfrutaban bastante. Lidiar con esa clase de entidades le generaba migrañas, porque la mayoría se entusiasmaban y asustaban de más. Motivo por el que debía recordarles que no precisaba llevar a cuestas la muerte de un cliente, sino su dinero.

—Creo que es hora de dejarte a solas, ¿verdad? —Valdemar entendió que Alorey necesitaba privacidad, aún permanecía inmersa en el anillo.

—Sí, por favor. —respondió y recibió un fugaz beso en la punta de la nariz. Cuando de reojo espió la puerta, una espalda ancha, relajada, y el pelo azabache atado en una coleta, fue lo último que divisó antes de que se cerrara.

El hombre respetaba los asuntos de la nigromante y nunca intentaba involucrarse. Él y su taberna solo cumplían un rol de intermediarios: los objetos personales se dejaban en La jarra oxidada y ella pasaba a recogerlos al final de la jornada. Luego, escoltada por pilares de cajas amontonadas y barriles de cerveza, Alorey utilizaba sus habilidades para cerciorarse de que no le tomaran el pelo; más de un oportunista había intentado engañarla con una pertenencia ajena.

A pesar de la noche veraniega, pronto helaría en el cuarto de utilería. El Límite estaba a punto de revelarse y traería consigo un frío que calaba los huesos. La nigromante situó a sus pies el pañuelo de terciopelo y encima le colocó el anillo.




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