La fortuna de Dalaroth

Capítulo 3 - tercera parte

Mirza mantenía en perfecto equilibrio una taza rebosante de solcimus, infusión que combatía la ansiedad y conciliaba el sueño. La llevaba en una bandeja decorada con el color de la realeza inari: el azul profundo de los océanos, el mismo tono de la alfombra sobre la que desfilaba hacia la recámara del príncipe.

Sin embargo, antes de llegar, detuvo el paso y espió sobre su hombro; en cuanto verificó que era el único habitando los alrededores, dejó caer el té en una maceta que había junto a él. El líquido ambarino mojó la tierra de un arbusto tupido, prolijamente redondeado, y Mirza siguió camino hasta alcanzar los aposentos de Su Majestad.

Detrás de la puerta, resonaba un piano. A Tarek, la noche lo inspiraba para tocar. De inmediato, Mirza reconoció la música que viajaba a través de las paredes. Se trataba de La balada de la dríada, una canción dedicada a la vida y su cualidad efímera. La princesa Sarali solía tararear cada estrofa con voz cálida y armoniosa, era su canción preferida.

La melodía concluyó de manera abrupta cuando Mirza solicitó permiso para ingresar. Tarek lo recibió cabizbajo, las manos todavía sobre las teclas de marfil. La mueblería blanca y dorada que lo rodeaba hacía que su pelo rojo destacara más de lo usual. Le llegaba hasta la nuca y siempre se le despeinaba un poco, debido a la gran cantidad que ostentaba y no se preocupaba por mantener en orden. En momentos donde Tarek dejaba a un lado su imagen, Mirza parecía el heredero al trono. Iba impecable a todos lados, con el cabello castaño peinado para atrás y vistiendo trajes de chaleco a medida.

—Dime que está vacía. —Desde su lugar, el príncipe observó la taza en la bandeja, sus ojos verdes apenas lograban distinguirse debajo del flequillo que le cubría la frente.

Mirza mostró la taza en alto, boca abajo. Tarek sonrió en cuanto distinguió la ausencia de solcimus.

—Esa misma cara puso tu sirviente al decirle que me encargaba de traerte tu néctar de las buenas noches.

Los dientes alineados de Su Majestad pronto volvieron a esconderse detrás de sus labios. El único vestigio de la mueca que esbozó instantes atrás fue una risita disgustada.

—Mira que le repetí a mis padres que no necesito beber esa mierda, pero ni caso.

—El rey y la reina quieren lo mejor para ti. —Mirza acomodó la bandeja sobre una mesita donde había una caramelera repleta de dulces envueltos en papeles resplandecientes y coloridos.  

—Si así fuera, entonces hubieran mandado a nuestros soldados a buscar a Sarali. Ya van tres meses desde que me la arrebataron y lo único que regresa de las Lejanías son cazarrecompensas muertos o mentalmente inestables.

Mirza oía el parloteo, pero estaba más concentrado en qué golosina elegir. Optó por una al azar y apenas la probó, se alegró de que su paladar saboreara la frescura de la menta.   

Incrédulo, Tarek suspiró y masajeó su frente con ahínco.

—Admiro tu capacidad de tomarte las cosas con tanta calma. ¿Cómo lo haces? —preguntó.

—Soy tu consejero, no puedo darme el lujo de flaquear. —dijo mientras ocupaba el sofá que apuntaba al ventanal, desde donde se desplegaba una vista magnífica del firmamento, la luna llena acaparaba toda la atención.

—Lo sé, pero Sarali es tu hermana.

Mirza cruzó las piernas. ¿Acaso eso fue un reproche? Escudriñó al príncipe con pesar y, tajante, respondió:

—No tienes que recordármelo, alteza. Sarali es mi hermana, sí, y en un futuro se convertirá en mi reina y la reina de todos los inari. Por tal motivo, debo hacer mis sentimientos a un lado y procurar que las cosas salgan de acuerdo con el plan.

Tarek envidiaba la entereza de su consejero, aunque la agradecía. La ausencia de Sarali le impedía dormir por las noches, y él tampoco se esforzaba demasiado en contrarrestar la angustia que lo carcomía: la prefería antes de quedar sosegado bajo los efectos del solcimus.

—¿Cómo te fue en la taberna? —consultó Mirza, remarcaba la interrogación alzando una ceja.

—Bien. Luego de entregar el anillo, el tabernero me dio la carta, tal como Alorey dijo que haría. 

—¿Alguien te reconoció?

—Lo dudo. No había un alma en ese lugar. Además, iba cubierto. —De un perchero que colgaba cerca del piano, Tarek tomó la capa con la que visitó La jarra oxidada y la aventó hacia su consejero. La capucha aterrizó a lo último sobre su regazo—. Fíjate en el bolsillo.

Mirza obedeció y descubrió la carta escrita por la nigromante. El sobre no indicaba remitente ni destinatario y en la punta de la solapa de abertura permanecían los restos de cera negra de un sello roto con presura.

—La leí durante el regreso. —Explicó el príncipe—. Espero que el herrero pueda fabricar lo que piden.

—Es el más apto del reino, no dudo que lo haga.

La mirada de Mirza danzaba entre las palabras escritas por Alorey. Su prolija caligrafía detallaba la lista de exigencias con absurda elegancia.

—Yo tampoco, pero no quieren simples armas y el tiempo nos apremia.

—Son todas encantadas. —Afirmó el consejero sin despegar los ojos de la misiva.




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