La fortuna de Dalaroth

Capítulo 4 - segunda parte

La urgencia de Kralice despertó a Edel de inmediato, lo llamaba a los gritos. El hombre bajó las escaleras alterado por el alboroto, casi trastabillando en el último escalón, y corrió hasta alcanzar la botica, a la que se accedía luego de cruzar el comedor.

El aspecto de su hija era terrible y reaccionó a él como si le hubieran aventado un balde de agua fría. El cabello enmarañado, el camisolín cubierto de barro, la sangre en sus manos… Se apresuró a inspeccionarla en busca de heridas, pero ella lo apartó con vehemencia.

—Es Lilué la que necesita tu ayuda. —dijo al borde de la desesperación—. La dejé con Elenna en el orfanato, debemos ir ahora.

—¿Qué le pasó? —consultó Edel mientras Kralice andaba de acá para allá con euforia, recogiendo los medicamentos y utensilios para tratar a Lilué y colocándolos dentro del maletín que el hombre utilizaba en sus consultas—. Kralice…

—¿Dónde mierda están las gasas, papá? —Los cajones temblaban ante el temperamento de la cazarrecompensas, que los cerraba enojada por no encontrar lo que precisaba.

Edel, con la calma que le otorgaba desconocer lo acontecido, tomó las gasas del aparador en donde las había dejado el día anterior y se las tendió a la muchacha. Un atisbo de alivio le relajó las duras expresiones que le surcaban el rostro.

—La mordió una mantícora —explicó por fin, ver las gasas la ayudó a asimilar la pregunta—, pero la herida no es profunda.

A Edel no le resultaba extraña la mención de la mantícora, al fin y al cabo, habitaban los bosques de todo Dalaroth y atacaban sin preámbulos si estaban hambrientas.

Era otra cosa la que lo inquietaba: el miedo marcado en el profundo azul de los ojos de su hija.

—¿Por qué estás tan alterada, entonces?

En el semblante de Kralice se reflejaba el peso que acarreaba sobre los hombros. Un leve susurro fue suficiente para ordenarle a su padre que la siguiera durante los quinientos metros que los distanciaban de Lilué, trayecto que aprovechó para resumirle lo ocurrido. Algunos detalles se le mezclaron a causa de la conmoción; sin embargo, no olvidó mencionar la presencia de la banshee, el cuerpo desgarrado del alubai, la espuma negra que escapaba de las fauces de la mantícora, y la oscuridad de sus ojos, idéntica a la de las bestias.      

En la enfermería del orfanato, Lilué permanecía recostada sobre una de las camillas y era custodiada por Elenna. El tobillo lastimado lo mantenía en alto, encima de dos cojines. Edel saludó a la pequeña con ternura y prosiguió a revisarle la herida.

Su hija tenía razón, se trataba de una lesión superficial. Sin embargo, debajo de la zona afectada comenzaba a expandirse un veneno igual del color del ébano.

Comprendió, por fin, la inquietud de la cazarrecompensas.

Hubo un tiempo en el que las páginas de los libros de sanación rebosaban de panoramas como aquel: piel invadida por una mácula negra que avanzaba a través del cuerpo y deterioraba todo a su alcance. La magia bestial. Tan olvidada, tan antigua, palpitando frente a los ojos de Edel, palpitando gracias a la vida que consumía.

—Me duele mucho. —advirtió Lilué. A su lado, Kralice enjuagaba las lágrimas que resbalaban por sus mejillas. Le partía el alma que el rosado que las caracterizaba brillara por su ausencia.

—Esto te aliviará. —Edel untó sus dedos en un ungüento verde y cremoso y lo esparció por la mordedura. La niña reaccionó al tacto con un movimiento involuntario, pero al ver que el hombre avanzaba cuidadosamente sobre la piel magullada, se relajó.

Las propiedades de aquella mezcla permitían anestesiar y también desinfectar. Al principio, ardía un poco; aunque, luego de unos minutos, la molestia mermaba y daba paso a un cosquilleo que adormecía la aflicción.

—¿Mejor? —Quiso saber Edel. Lilué apretó los labios y asintió una vez—. Excelente. Comenzaré a suturar.

Curar el ataque de la mantícora era de lo único que podría encargarse. Así que prosiguió con delicadeza, cuidando cada puntada y permaneciendo atento a la joven, quien prefirió concentrarse en la caricia de la cazarrecompensas sobre su mano, en vez de la aguja que le restauraba la carne rasgada.

Luego de una seguidilla de puntadas firmes, Edel dio la última y cortó el hilo que sobraba.  

 —Listo. Ahora, a descansar. Elenna, quédate con el ungüento y aplícaselo cada ocho horas. Debes procurar que no haga movimientos bruscos y que se ayude con muletillas para caminar. Es importante que el esfuerzo recaiga en la otra pierna.

Elenna alzó los hombros y los relajó en un suspiro. Escudriñaba a Lilué detrás de sus lentes con forma de medialuna, tratando, en vano, de reemplazar su desazón por una actitud que demostrara autoridad.

—Será toda una hazaña que mantenga el culo quieto, pero...

—¿Qué hay del moretón? —interrumpió la niña y señaló su tobillo—. Se ve bien feo. ¿Cuándo mejorará?   

El corazón de Edel se estrujó ante el hecho de que la niña haya relacionado el veneno con un inofensivo moretón. Que las deidades lo perdonen, pero no era momento de contestar con la verdad. A cambio, ofreció una respuesta ambigua:

—Una cosa a la vez, muchachita. Primero, ocupémonos de la mordedura. Vendré a visitarte a diario hasta que sea momento de quitarte las puntos.




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