La fortuna de Dalaroth

Capítulo 5 - primera parte

—¿Un trago antes del trabajo? —preguntó Valdemar en cuanto Kralice alcanzó la barra. Antes de que llegara, mataba el tiempo analizando la rajadura de un recipiente de madera. Aquel día, sus clientes matinales le habían fallado. En circunstancias como esas, no podía evitar pensarlos desmayados en una zanja, con una jarra de cerveza en la mano y un cuchillo atravesándoles el estómago.

—Ni te molestes —dijo la cazarrecompensas al mismo tiempo que le echaba un vistazo panorámico a la taberna, esperaba encontrar en algún recoveco al inari de la noche anterior; sin embargo, el lugar estaba vacío—. ¿Recuerdas al tipo de ayer? El inari pelado. —Valdemar la escudriñó con curiosidad; luego, asintió—. ¿Sabes dónde puedo encontrarlo?

—¿Está en problemas?

—Para nada. Solo quiero averiguar un poco más de la flor de la que hablaba.

—¿La Perentria? Dicen cada cosa aquí… ¿crees que exista?

—Quizás. ¿Sabes dónde puedo encontrarlo o no? —apremió Kralice.    

Pensativo, Valdemar se llevó una mano al mentón

—Mira, Trentos suele venir día por medio, siempre de noche. Dudo que hoy aparezca; pero mañana, probablemente sí.

Kralice resopló, no le gustaba la idea de atrasar la búsqueda.

—¿Tienes idea si visita otras tabernas, además de esta?

—Es un borracho hecho y derecho, seguro entra a todas las tabernas que encuentra. —Una mirada de ojos azules se clavó más allá de Valdemar. Con el pie derecho, la muchacha comenzó a dar golpecitos en el suelo. El repiqueteo de su bota contra el empedrado del suelo resonaba en las paredes—.  Te veo con ganas de preguntarme dónde vive.

—Apreciaría mucho esa información. —confesó Kralice, con la atención de nuevo sobre el tabernero.

—Lamentablemente, no lo sé; pero Rufius, el gonk que lo acompañaba, vive en Camino de Hueso, a unos trescientos metros del río raudo. Reconocerás la casa de inmediato, es un clarividente. Apuesto a que puede ayudarte más que yo.

La cazarrecompensas contuvo una sonrisa, no quería mostrarse tan entusiasmada, su insistencia ya había delatado bastante el interés por encontrar a Trentos.

Se aclaró la garganta e hizo una última pregunta:

—¿Antes o después de cruzar el río?

—Antes.  

Le agradeció a Valdemar con tres lágrimas de cobre, el precio que hubiera pagado por tres jarras de cerveza, y emprendió viaje a Camino de Hueso, el barrio que le pertenecía a los que practicaban la magia. Ocupaba ochocientos metros y rebosaba de negocios dedicados, por ejemplo, a la magia elemental, la sanación mágica, la nigromancia y la adivinación.

Diversos símbolos en las puertas de los locales eran los encargados de anunciar con qué tipo de magia te encontrarías si decidías cruzar el umbral. Los clarividentes las pintaban de rojo y le dibujaban un ojo acobijado entre dos manos. Funcionaba como un faro que iluminaba la atención de todos los que pasaban por al lado.

El único clarividente a trescientos metros del río raudo era Rufius. Kralice tocó un par de veces la madera del color de la sangre y esperó. La respuesta tardó un momento en llegar, pero pronto el gonk que había conocido la noche anterior apareció con la cabeza en alto y sus miradas se toparon.  

Rufius le llegaba a la cintura y era un poco regordete, característica que lo hacía parecer aún más retacón. Llevaba una túnica que rozaba el piso. Su piel pálida, tan blanca que parecía traslúcida, contrastaba con el azul oscuro de su abundante cabello y barba.   

—No recibo visitas inesperadas, muchacha. Si quieres una sesión, saca turno con Leti y ven cuando ella te lo indique.

La cazarrecompensas cambió el peso de una pierna a la otra y frunció el ceño.

—Disculpa, ¿no eres un clarividente? Ninguna visita debería resultarte inesperada.

Los ojos de Rufius descansaban debajo de unas cejas tupidas. Su rostro transmitía calma, pero Kralice logró divisar una insignificante mueca de diversión asomársele.

—Oh, ¿tocaste mi puerta para darme cátedra sobre el arte de la adivinación? ¿Por qué no pasas y me sigues contando lo que sabes? Al parecer, mis longevos años de aprendizaje fueron inservibles.

—Mira, no te haré perder el tiempo. Nada más necesito que me digas dónde puedo encontrar a Trentos. Sé que lo conoces, ayer los escuché hablando de la Perentria en la taberna de Valdemar.  

Rufius chasqueó la lengua; en el cuello y las manos lucía joyería pesada que tintineaba cada vez que se movía.

—Si lo que te interesa es la flor, desde ya te aviso que ese hombre desvaría. ¿Qué de verdad puede haber en sus palabras? Para mí, solo trata de…

—¿Cuánto quieres por decirme dónde está en este preciso instante? —lo interrumpió Kralice, sus dedos aferraron con delicadeza la empuñadura de su daga preferida.

—¿Cuánto ofreces? —desafió Rufius.  

—Tres lágrimas de cobre. —propuso Kralice.  

—Si tienes tres, tienes cinco.

—Cuatro.

—Cuatro y una de plata.  




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