La foto de la última navidad

LA FOTO DE LA ÚLTIMA NAVIDAD

En una ciudad gris al norte de cualquier país, donde la nieve se aferraba a los alféizares hasta bien entrada la primavera, vivían Sara, David y su pequeña Lena. Su felicidad era un edificio sólido, construido con los ladrillos de la rutina y cementado con risas. Los fines de semana olían a pan recién horneado y a café. Las tardes se llenaban con el susurro de las páginas de los cuentos que David leía a Lena y el clic sordo y familiar de la cámara de fotos.

David era el cronista de su dicha. Un archivista de sonrisas. Llenaba álbumes enteros con instantáneas de la vida: Lena gateando, sus primeros dientes, los pasteles de cumpleaños embadurnados por todo el rostro, los viajes a la playa en verano. Cada recuerdo era empaquetado, etiquetado y guardado en la gran estantería del salón. Eran su tesoro, su prueba contra el paso del tiempo y la fragilidad de la memoria.

La última Navidad juntos fue una de esas fotos perfectas. El árbol, un abeto generoso y desgarbado, brillaba con un centenar de luces minúsculas. Lena, con un vestido rojo de volantes que era su mayor tesoro, giraba y giraba hasta caer mareada sobre la alfombra. David preparó su ponche especial, con canela y una naranja, y el aroma lo impregnó todo. Fue Sara quien, con la cámara en manos temblorosas de tanto reír, capturó el momento: los tres apretujados en el sofá, mejilla contra mejilla, con los ojos brillando por el reflejo de las luces. Al ver la imagen en la pantalla, Sara sintió una punzada de algo que no supo identificar, una mezcla de gratitud y un vago, muy vago, presentimiento. Era tanta la felicidad que casi daba miedo.

Ese miedo se materializó, aunque de una manera completamente distinta a la que ella hubiera imaginado, apenas tres semanas después. Una mañana de enero, silenciosa y gélida, Sara encontró a David en el suelo del garaje. Yacía de lado, como si se hubiera recostado a descansar un momento. Pero su piel estaba fría y sus ojos, abiertos, miraban sin ver la rueda del coche que nunca llegó a encender. "Muerte natural", dijo el forense. Un fallo cardíaco súbito e inexplicable. Las palabras resonaron en el vacío que David dejó, un vacío que para Sara, que habitaba un mundo ya de por sí amortiguado, se volvió aterradoramente tangible.

El color se desvaneció de su vida. Los álbumes de fotos fueron cerrados y arrinconados, heridas abiertas encuadernadas en piel sintética. La gran estantería del salón se convirtió en un mausoleo de sonrisas fantasmales. Sara intentó seguir adelante por Lena, que de un día para otro se había vuelto pálida y callada. La niña ya no reía. Pasaba horas en su habitación, sentada en la cama, mirando la pared desnuda. A veces, Sara la escuchaba susurrar. Cuando le preguntaba con quién hablaba, Lena se encogía de hombros y decía: "Con nadie, mamá. Estoy jugando". Sara lo atribuyó al shock, al dolor insondable de una niña que no podía procesar la pérdida.

Ella misma comenzó a notar cosas extrañas, pequeños fallos en la realidad que atribuyó a su propio quebranto emocional. Sentía frío al pasar junto a la estantería de los álbumes, un escalofrío que le recorría la espalda. En más de una ocasión, al mirar por el rabillo del ojo, creyó vislumbrar una figura alta y delgada al fondo del pasillo, una silueta que se esfumaba en la penumbra en el instante en que giraba la cabeza. Eran alucinaciones, se decía. Estrés. La mente jugándole malas pasadas en su duelo.

Hasta aquella noche.

El despertar de Sara no fue un emerger, sino un ahogarse. Se hundió desde las profundidades de un sueño sin formas hacia una superficie de silencio absoluto. No era el silencio relativo de la noche, con su susurro de aire en las rejillas o el leve crujido de la maduración de la casa. Era la nada. Un vacío sonoro tan vasto y repentino que tuvo el efecto de una explosión a cámara lenta en sus sentidos. Su mano, moviéndose por el puro terror instintivo, arañó la superficie de la mesilla de noche hasta encontrar el audífono. El plástico estaba frío, inerte. Lo golpeó suavemente con la yema del dedo, una costumbre absurda, y solo sintió el eco mudo del golpe contra su piel. Lo había recargado antes de acostarse, como siempre. No debería estar muerto.

Se incorporó, la boca seca y pastosa. La habitación estaba sumergida en una oscuridad casi líquida, solo rota por un tenue resplandor que se filtraba por la rendija de la puerta. No era el azul familiar del router, ni el verde estable del despertador. Este era un rojo profundo, pulsátil, como el latido lento de una herida incandescente o la luz de advertencia de una máquina que ha comenzado a fallar de forma irreversible. Una luz que no encajaba en la geografía segura de su hogar.

Nunca dejaban luces encendidas. David, incluso en sus peores momentos de distracción, era meticuloso con eso. "Puertas cerradas con llave, luces apagadas, Sara. Así se duerme en paz," le decía, con una sonrisa que en los últimos tiempos había perdido su capacidad de llegar a los ojos.

Con cada músculo en tensión, como si se moviera a través de una sustancia espesa, Sara se deslizó de la cama. La madera del suelo crujió bajo sus pies descalzos, una vibración sorda que le subió por los talones. Al pasar junto al lado de David, su mano buscó el bulto familiar bajo las sábanas. Solo encontró el vacío y las arrugas frías de la tela. La almohada aún conservaba la hendidura de su cabeza. El pasillo estaba bañado en esa luz roja que parecía latir al ritmo de su propio pánico, no invitaba a seguirle, pero la empujaba hacia el salón.

El resplandor que emanaba de allí titilaba con una cadencia hipnótica, como la respiración de un animal dormido y enorme. Al asomarse a la puerta, el aire se le heló en los pulmones, cristalizándose en aguja de hielo que le atravesaban el pecho.

El viejo televisor de pantalla plana, una reliquia relegada a la esquina del salón y que no encendían desde que Lena viera una pesadilla en una película infantil años atrás, estaba encendido. Su pantalla no mostraba estática, ni un programa de madrugada. Mostraba una sola imagen, una fotografía digital ampliada hasta ocupar cada píxel del marco, bañada en el filtro espectral del rojo.




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