La Fragilidad De La Historia

Prólogo

La asistente mayor de la sacerdotisa, Lena Ragnar, se dedicaba a peinar distraídamente el cabello de su graduada discípula, Elisabeth Arthur, quien no apartaba la vista del reflejo que le proporcionaba un espejo roto que había sido colgado en las paredes rocosas de aquella habitación, y en contraste de su amiga, ella mantenía un absoluto silencio, como si su mente se encontrara en un lugar lejano, y la verdad es que era todo lo contrario. La mente de Elisabeth, estaba casi en blanco, sus pensamientos como tal se habían casi bloqueado, y en cambio, sus sentidos eran conscientes de todo cuánto la rodeaba. De la incómoda sensación que le producía la melodía tarareada, de los matices de luz que producía la lámpara de aceite colgada en un rincón, de la sensación desesperante que constantemente la acompañaba por saber que estaba bajo tierra, de los movimiento de una rata que se escondía bajo la cama, y del murmullo que producía la tela de las túnicas al rozarse con las rocas cuando sus compañeras se desplazaban por los pasillos. Elisabeth estaba por completo erizada y tensionada, y fue por eso mismo que reaccionó rápido, cuando Lena dejó de tararear y le preguntó:

–¿Estás nerviosa?

Instantáneamente, Elisabeth alzó la vista y la miró a través del espejo.

–Un poco.- admitió.– Es la primera vez en años que estoy tan lejos del templo.

–Lo sé... – Lena la miró de reojo.– También le podrías agregar el hecho de que se va a encontrar con Su Majestad Imperial. No cualquiera tiene el honor de quedarse en el palacio de Deyko, ¿sabes?

–A menos que se trate de un noble, o un obrador.

El cabello de Elisabeth era largo, tan largo que quedaba diez centímetros debajo de su cintura, y su tono era de un rojo anaranjado que contrastaba con su piel morena y sus ojos avellana. Lena se lo había estado desenredando con una peineta, una peineta negra que mojaba de vez en cuando sumergiéndola en un pequeño cuenco con agua que descansaba en el regazo de la joven. Terminó, dejando la peineta al lado del cuenco, y con una toalla desgastada que había estado colgada en su hombro, la seca con delicadeza para empezar a hacerle las dos trenzas.

–Tú tienes la gracia de ser lo segundo.– le responde Lena, pero no recibe ninguna respuesta.

–Tengo miedo.– admite Elisabeth, momentos después. Sus ojos igual de inexpresivos que siempre a pesar de la declaración.

Lena sabía el porqué de su miedo. El miedo de ella no era como cualquiera que tendría una novata por tener que cumplir su primer trabajo o no saber cuál duro será su destino de viaje. No, el de Elisabeth iba más a allá que eso, haciendo parecer el de las demás como causas banales. Estaba relaciona a su vida, y quién era ella en realidad, el que alguien como la emperatriz y cierta cantidad de nobles lo supieran representaba un potencial peligro para ella. Soltó su cabeza para tomarla de ambos brazos, donde sobresalían sus marcas púrpuras y decirle suavemente:

–Sólo asegúrate de mantenerlas ocultas, si nadie las ve, nada te sucederá ¿de acuerdo?

Elisabeth, de nuevo, no respondió.

–Sólo haz eso, cumple con tu trabajo y regresa.

–Sí.

–Y si no vas a regresar, entonces trata de escapar lo más lejos posible.– le dijo Lena, como si nada.

–¿Qué?- estas palabras, a Elisabeth, se le escaparon de manera nerviosa y alarmada. La tomó por completo desprevenida.

–Sabes que si te escapas, limpieza social te asesinará.– Lena le susurró. Terminó de hacerle la segunda trenza y se agachó para hablarle cerca del oído.– ya sea que elijas regresar o irte, de algo estoy segura y es que te vas a encontrar con una gran historia, Lizzy. 

Escuchó esto y Elizabeth empezó a sentir ese familiar tacto de una serpiente subiendo por su pierna...



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En el texto hay: dioses, romance, realeza

Editado: 15.01.2020

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