Annabella estaba fascinada con su nueva vida, y le fascinó lo bien que logró encajar en ella, sentía una auto satisfacción y felicidad que creyó imposible para si misma.
Sabía que lo estaba haciendo bien, que la suerte misma, sus planes e ideas la estaban conduciendo por el camino correcto. Recibía las alabanzas constantes de la mayoría de sus maestros, supo establecer correctamente la relación cordial y distante con los sirvientes para crear respeto, aprovechando que más allá de la simulada desconfianza y curiosidad, no mostraron nada en contra de ella. Tuvo una actitud más cálida con el mayordomo al intuir su relación íntima con el duque y se esmeraba en mostrarse encantadora y diligente con este. Le llegó a coger un cariño honesto, fruto del gran agradecimiento que le guardaba por su buen trato y la oportunidad dada más importante de su vida; por ende se propuso a desenvolver el papel de la heredera perfecta. Era lo que él quería y lo que posiblemente le hubiera gustado a Makar, cuyo recuerdo la llevó a sentir una frecuente añoranza que dejaba ver a ratos.
Aparte de la constante vigilancia de Derek, la única molestia que sentía era la duda que le generaba el destino de la heredera legítima, Marjory Joan Balliol y un poco menos el de su madre, la duquesa Grace Marie Balliol.
¿Qué le habrá sucedido a madre e hija? No tenía idea y esta cuestión la mantenía en vela maquinando todas las posibles situaciones que se hubieran dado, sin poder saber si daba con la correcta. Llegó a saber de la existencia de estas dos mujeres cuando cruzó por uno de los pasillos del castillo y vio sus retratos juntos sobre placas doradas nombrándolas, y justo estaba detrás un sirviente limpiando las ventanas. Le preguntó recibiendo una respuesta un tanto incómoda y entre dientes:
–Señorita, es la actual duquesa y su difunta hija. Le recomiendo no sacar el tema porque molesta al duque.
Le dio otra mirada a los cuadros.
–¿Entonces la duquesa está viva? ¿Por qué no se encuentra presente?
El sirviente miró a ambos lados del pasillo nervioso y dijo en voz alta:
–No creo tener el derecho de responderle eso. No quiero meterme en ningún problema, le suplico que no me pregunte más.
Está reacción le intrigó todavía más y volvió a sacar el tema cuando la criada de compañía a la que le habían asignado le estaba peinando. Su respuesta fue más cerrada que el anterior:
–No puedo responderle. Si tiene curiosidad acerca de ese tema solo puede preguntárselo al mismo duque o al mayordomo.
No tenía la suficiente confianza para hacerlo. Pocas eran las probabilidades que el duque le contara si tan delicado era el asunto y no creía que el mayordomo le fuera a decir algo sin el permiso de Su Majestad. Se quedó con las dudas y una creciente ansiedad.
Quizás la duquesa vivía por separado porque le disgustaba la relación que su esposo mantenía con el señor Bruce (raro no sería). Puede que su hija haya sido uno de los pocos casos en que un aristócrata muere a causa de una enfermedad, y se evitase el tema ya que tales casos se suelen considerar una vergüenza, un signo de debilidad en la sangre familiar. Pero una intuición le avisaba que la Casa Campbell estaba involucrada, por lo menos, con alguna de ellas dos.
Cuando el duque le propuso convertirla legalmente su hija, ella le preguntó el porqué acogerla si de todas formas siempre se tenía algún pariente sucesorio al título.
–Créeme, te prefiero mil veces a ti, prefiero quemar todas mis pertenencias antes que dejárselos a un Campbell.
Lo dijo con un odio, una emoción que desencajaba con su cara de bondad y Annabella temió que se hubiera llevado una impresión incorrecta de él. Aplicando la lógica, tiene más sentido que un aristócrata quisiera como heredero alguien cuyos lazos de sangre comparten y no darle el apellido a una completa extraña. Si tan importante era el tema de la sucesión ¿Por qué no tener otro hijo propio? Quizás le resultase incómodo el estar con una mujer, pero si pudo hacerlo antes ¿Por qué no ahora? Quizás su esposa lo rechazaría, y el tema de traer al mundo un bastardo era muy delicado...
–Señorita.– la llamó su criada de compañía desde la puerta, sacándola de su ensimismamiento.– El duque la está esperando en el comedor para almorzar.
–Uh…sí.– estaba sentada delante de un piano ensayando unas notas que no le salían de manera fluida. Le enojaba la dificultad que se le hacía tocar el piano, quizás sí debía de ensayar con otro instrumento. Sería una lástima, el piano se consideraba fundamental para la buena música.
Se paró ante su espejo de cuerpo completo, revisando su aspecto antes de bajar. Se veía menos formal habiéndose quitado las joyas y soltado el cabello, al duque no le molestaba que se presentará ante él de aquella manera, antes bien le hacía cumplidos por su apariencia.
Había dos comedores, el más importante era el de los invitados; era un comedor rectangular de cinco metros de largo y dos de ancho, de esquinas curvadas y extremos puntiagudos hecho de una madera vieja que mantenían brillante y pulida. El segundo comedor era más pequeño y privado ubicado en un salón aparte, cuadrado y sus lados median los dos metros, era en este comedor donde el duque la esperaba sin haber tomado ni un bocado de la comida servida por cortesía. Annabella se dio cuenta que, desde el inicio, ella fue llevado a comer en ese comedor.
–Hace poco terminé de hablar con la Sra. Leonowens.– le dijo cuando la vio entrar.- insiste sobre tu entrada a la academia de Ágora.
Se veía tranquilo, pero se podía percibir, poniendo atención, un deje de preocupación en la voz.
–¿Y qué piensas?– le preguntó tomando asiento frente a él.
–Pienso que eres brillante, sin embargo me preocupa cómo te desenvolverás en un ambiente tan pesado.
–¿Pesado?
–Ese lugar es…es extenuante ¿Sabes?.– miró por un minuto su comida pensativo.– ¿Qué sabes de ella? ¿Sabes que tan importante es ir allá?
Editado: 15.01.2020