Al igual que todos, Elisabeth guardaba secretos, secretos que le divertían al pensarlos como peligrosos y serios, le complacían porque esa clase de secretos le hacían ver a las demás como ignorantes y hasta inferiores.
De vuelta al laberinto de los tomos, estaba muy adentrada a este en una de las muchas mesas diminutas que acomodaron allí, con los tres pesados tomos que le llevó bastante tiempo encontrar. Estos tomos eran de las tres historias que investigaron la guerra perdida y con la iluminación de tres candelabros se sentó en la vieja mesita de madera a leer el primero de ellos. Con una mirada penetrante, la estaba inquietando su más grande secreto y aunque no lo quería admitir, también era su tesoro. Al otro extremo, apoyando los codos en la mesa, se sostenía la cabeza y le dirigía una mirada con unos preciosos ojos verdes que le hacía pensar en dos esmeraldas. Estando solos, no vio razón de seguir ignorándolo más y le regresó la mirada con una expresión suave de reproche.
–Ya te dije que no me observaras por tanto tiempo.
–Quiero escuchar lo que piensas.
–¿Pensar de qué?
El niño ladeó la cabeza y luego se incorporó señalando la pila de tomos.
–De eso.–dijo un poco serio.– es un trabajo absurdo para una novata.
Estaba en lo cierto. Los trabajos asignados a las nuevas sacerdotisas eran trabajos sencillos, incluso superficiales, tales como: registrar un nacimiento, matrimonio o funeral de supuesta importancia. Eran muy jóvenes, con apenas un rango de catorce a diecisiete años; en cambio, los trabajos de suma importancia que en su mayoría está relacionada a la realeza, se les daba a las veteranas de mayor experiencia y un buen servicio demostrado. Cécile estaba jugando con ella.
–Ambos lo sabíamos.–le respondió Elisabeth.– ella no tiene razón para ponérmelo fácil.
–No, no la tiene. Y me sorprende verte tan calmada siempre, sabiendo que ella espera a cansarse de jugar contigo o simplemente esperando a que falles para poder usar tu preciosa sangre.
Miró las marcas de su brazos, líneas quebradas de un intenso color púrpura que comenzaba desde la parte superior de su espalda, hasta bajar en la punta de cada uno de sus dedos. Eran algo gruesas y asemejaban a grietas contra su piel. Hubo un tiempo en que las odiaba, las veía como la raíz de todos sus males y se pasaba arañándose hasta sacarse sangre, con la vana esperanza de que desaparecieran. Pero Makar le enseñó a amarlas, le enseñó su poder, su significado y lo que conllevaba tenerlas.
–No entiendo las molestias.– le dijo a Makar.– puede simplemente encerrarme de nuevo y abrirme el cuerpo ¿Por qué esperar?
Makar se estiró mucho más a adelante y se fue convirtiendo en una hermosa y enorme serpiente de escamas negras que se empezó a deslizar por la mesa.
–Ya sabemos que está jugando contigo. Es un ser viejo con un pasado ya hecho.- en esa forma, su voz sonaba fuerte y clara en la cabeza de ella, no como la de un niño, sino como la voz de un joven adulto.– mantiene constantemente recordándote quién entre las dos goza de verdadero poder, probablemente comparó su pasado con el tuyo y te vio privilegiada, haciendo que su furia crezca más…
Elisabeth se removió un poco incómoda por el apretón que estaba recibiendo su cuerpo, ya que Makar la estaba rodeando desde la cintura, subiendo hasta que ambas cabezas quedaran al mismo nivel.
-Muy pocos lo notan, y lo ignoran a propósito. La manera que habla de ellos, su tono ligeramente amargo y las palabras concisas armando oraciones resumidas en comparación a las elaboradas y extensas a la hora de hablar de los dioses, ella los detesta, odia a los adrasteos. Cuando finalmente se alcanza tener al enemigo en tus manos, que eres tú, se disfruta más el hacerlo sufrir primero. Queda es saber el porqué ese odio.
Esas últimas palabras se escucharon en un susurro, en sincronía con el siseo al lado de su oreja provocándole una sacudida en todo su cuerpo.
Trató de controlar su impulso de pararse y buscar rápidamente el tomo dónde se encontraba escrita la vida de Cécile. Nada tenía que interesarle la vida de aquella vieja, y algo que tenía más grande Elisabeth que la curiosidad, era el propio orgullo.
–Makar…no quiero saber de ese tema.– le dijo pacientemente.
–Ah, ese orgullo ilógico que poseemos, no tiendo por…
–No.– lo interrumpió alzándose la mano para robarle la cabeza. Se lo repitió con el mismo tono anterior.
Le hizo cazo, y se desenredó de ella para quedarse en su regazo. Se volvió a transformar en un niño pequeño, que sentado en sus piernas, le rodeó el cuello con su bracitos y apoyó la cabeza en su pecho.
–Como quieras.– le dijo a Elisabeth, haciendo un mohín.
–Gracias.– le respondió ella, suspirando.
Makar se limitó a observarla mientras ella empezaba la lectura del primer tomo, el más viejo de los tres. Y se encontró con el primer escrito que se trató de hacer sobre la guerra perdida, en ella, la sacerdotisa explica que dicha estaba prevista mucho antes con la tensión que había entre los reinos stevianos y el resto del imperio Gladen, sobre todo con la propia familia imperial. La aristocracia steviana era fría y distante por el orgullo que les causaba su linaje, casándose siempre entre los mismos stevianos hasta el punto de llegar a la antigua práctica del incesto.
Aquel distanciamiento que establecieron prácticamente desde la fundación de sus reinos, estaba mal vista, porque ya sea por alianzas matrimoniales u otros acuerdos políticos y económicos, dentro de la nobleza del imperio Gladen siempre se alentaba las uniones o alianzas sin discriminación de tierras o cultura, unificándose para bajar las probabilidades de un conflicto interno. Entonces, a pesar de que sus hijos asistían a la Academia de Ágora, tanto la nobleza como su pueblo parecían identificarse más con el imperio Zoria y esto era demasiado peligroso porque se amenazaba la paz y estabilidad entre los dos imperios, impuesta por el tratado de Milost de hacía más de cuatro siglos.
Editado: 15.01.2020