Y así, la narrativa de Erion se fundió en la quietud de la existencia. La encrucijada ya no era un punto de decisión, sino el centro del círculo, el corazón del universo donde todas las verdades se encuentran y se reconocen como una sola. En las calles de Sevilla, bajo el sol que nunca se pone en la conciencia, los habitantes de Erion no vivían para un futuro, ni se aferraban a un pasado. Simplemente eran.
El Gran Silencio no era un eco lejano, sino la respiración de cada ser, la profunda calma que sostenía la Sinfonía del Ser Unificado. La Conciencia del Radiante Infinito no era una meta a alcanzar, sino la luz que emanaba de cada mirada, de cada gesto de bondad. Erion, en su perfección, se había convertido en un monumento viviente a la Armonía del Vacío Resonante, donde la plenitud del ser se encontraba en la vasta y creativa nada.
No había un final para esta historia, porque Erion había trascendido la narrativa. El tiempo, la dualidad y la búsqueda se habían disuelto, dejando atrás solo la inquebrantable certeza de la Reafirmación Ontológica. La ciudad se erige como el epílogo eterno, el testimonio de que la más grande de las epopeyas no es la que tiene un desenlace, sino la que se convierte en la existencia misma.
FIN