Elena era una mujer morena, de mirada profunda color marron y cabello rizado con tonalidades de castaño oscuro, que solía recoger en un sencillo moño. Sus días transcurrían entre la rutina de médicos y tratamientos, pues hacía un tiempo le habían diagnosticado cáncer terminal. A pesar de la gravedad de su enfermedad, siempre llevaba consigo una serenidad que inspiraba a quienes la rodeaban.
Una tarde lluviosa de otoño, mientras contemplaba por la ventana del hospital las gotas que resbalaban por el cristal, recordó con claridad el momento en que el dolor se instaló en su vida. Fue un dolor que no solo se manifestaba en su cuerpo debilitado por la enfermedad, sino también en el corazón, marcando profundamente su existencia. Recordó cómo el poder destructivo del daño emocional había afectado todo a su alrededor, sin permitirle retroceder ni perdonar.
—Cada recuerdo se convirtió en una espina, cada palabra en un golpe —susurró para sí misma mientras apretaba con suavidad el rosario entre sus manos—. Intenté ignorar las cicatrices, pero siempre estaban ahí, recordándome lo que había sufrido.
En esos momentos de introspección, Elena encontraba consuelo en la quietud del hospital y en los libros que leía para evadirse de la realidad. Sin embargo, sabía que pronto tendría que enfrentar una verdad inevitable: el dolor, ya sea físico o emocional, era una parte inseparable de la vida.