Elena caminaba por la avenida con una sonrisa radiante como si la enfermedad que la consumía no existiera, la brisa fresca agitaba su cabello suelto y el sol iluminaba su rostro con un brillo que la hacía parecer más viva que nunca, nadie sospechaba que su cuerpo estaba librando una batalla que no podía ganar y así era como ella quería que la recordaran: llena de luz, no de tristeza.
Decidió pasar el día con sus seres queridos, regalándoles recuerdos felices sin que supieran que en realidad se estaba despidiendo de ellos, no quería echar culpas, no quería llorar y sobre todo no quería mostrar vulnerabilidad.
La primera parada fue la casa de su madre. La recibió con una sonrisa y un abrazo cálido.
—Hija, no sabes cuánto me alegra verte. ¡Te extrañaba!
—Yo también, mamá —respondía Elena con ternura.
Pasaron la tarde cocinando juntas, riendo y recordando anécdotas del pasado, su madre no sospechaba que esa sería la última vez que compartirían un momento así, pero Elena se aseguró de llenar ese instante.
Más tarde, se encontró con Carla y otros amigos en su café favorito. Entre bromas y conversaciones, se permitió olvidarse por un momento de su realidad.
—Promete que siempre nos veremos así, sin importar lo que pase —dijo Carla, levantando su taza, sabia que hacia referencia a la pronta graduación.
Elena sonrió y asintió, aunque en su interior supo que no podría cumplir esa promesa.
Antes de volver a casa, hizo una última parada: el parque donde solía ir cuando era niña, Se sentó en el banco de siempre y miró el cielo nocturno, sabía que no habría más días como ese, pero también supo que había logrado lo que quería: que la recordaran con una sonrisa.
Suspiró y cerró los ojos por un instante, sintiendo la paz en su corazón. Mañana sería otro día, pero por ahora, el presente era suficiente.