La fugitiva del Ceo

Capítulo 1

Audrey

Desde que tengo memoria, la vida en casa giró en torno a la iglesia.

Mi papá siempre decía que Dios nos observaba incluso cuando estábamos solos, y mi mamá, con su voz dulce pero firme, repetía que “la pureza es el regalo más valioso que una mujer puede dar en el altar”.

Yo lo creí. Lo absorbí como una verdad absoluta, casi como si estuviera grabada en mis huesos.

A los dieciocho, creí haber encontrado al indicado.

Ethan…Alto, de sonrisa encantadora, ojos que parecían ver más allá de mis miedos, y esa manera de mirarme que me hacia sentir tan especial. Me conquistó sin mayor esfuerzo.

Me pidió salir después de una charla de la universidad, y yo, que siempre había sido tímida, sentí como si estuviera rompiendo mi propio molde al decir que sí.

Ethan es todo lo que creo querer. Caballeroso, detallista, capaz de esperarme sin presionarme. Me hace pensar que mi decisión de llegar virgen al matrimonio es también su bandera de orgullo.

Cuatro años a su lado me han enseñado que el amor se construye a base de paciencia, de gestos pequeños: su mano cubriendo la mía al cruzar la calle, las cartas escritas a mano en cada cumpleaños, y los paseos por el parque donde hablamos de cómo serán nuestros hijos.

Confío en él como en nadie. Él es mi refugio.

Esta tarde decido sorprenderlo. Sus padres no están en casa y tengo copia de las llaves “para emergencias”. No es una emergencia, pero pienso que quizá podemos preparar juntos la cena, que me abrazará al verme, que reiremos como siempre.

Abro la puerta con suavidad, sintiendo un cosquilleo en el estómago. Mis pasos son ligeros, casi de puntillas, como si temiera ser descubierta.

Subo las escaleras y, justo antes de llegar a su habitación, escucho su voz.

Al principio suena como cualquier conversación… hasta que las palabras comienzan a perforarme el pecho.

—Es una aburrida —dice él, con un tono que nunca antes le he escuchado—. Me tiene harto.

La sangre se me hiela.

—Entonces… ¿por qué sigues con ella? —pregunta una voz femenina.

—Porque mis padres quieren que me case. Es de casa, estudiosa… un buen partido. Pero contigo… es diferente, a ti puedo tenerte.

La carcajada de la mujer es un cuchillo que se hunde sin piedad.

No sé en qué momento mis pies me llevan hasta la puerta entreabierta. Lo veo.

Ethan, con una mujer sobre su cama. Sus manos recorriendo su piel como si fueran dueñas de ella. Su boca besando como yo nunca me atreví a dejar que me besara.

Un ruido sordo me explota en el pecho.

Las lágrimas me nublan la vista, quemándome los ojos mientras mi respiración se vuelve errática. Siento cómo algo dentro de mí se rompe con un sonido invisible, que duele más de lo que podría imaginar.

Quiero entrar, gritar, arrancarle la sábana y su mentira de encima. Quiero pedirle una explicación que sé que no existe. Más no puedo.

Mis pies están anclados al suelo. Me tapo la boca para que el llanto ahogado no me delate, cierro los ojos con fuerza, como si la oscuridad pudiera borrarme lo que acabo de ver.

Cuento mentalmente… uno, dos, tres… y retrocedo. Cada paso es un peso muerto que me aleja de lo que alguna vez creí que era amor.

Salgo corriendo.

Bajo las escaleras como si me persiguiera un fantasma y, en cierto modo, así es: el fantasma de la mujer ingenua que hasta hace un minuto creía en los cuentos de hadas.

Corro hasta que mis piernas no pueden más, con las lágrimas empapando mi rostro, con el pecho ardiendo.

Todo lo que pienso es: soy una cobarde… no puedo enfrentarlo.

No obstante, en lo más profundo, sé que no es cobardía. Es que una parte de mí acaba de morir allí, en esa habitación, y no queda fuerza suficiente para pelear por algo que ya no existe.

Llego a casa sin recordar el camino.

No sé si crucé semáforos en rojo, si alguien me habló o si el mundo siguió girando mientras yo… mientras yo me partía en mil pedazos.

Cierro la puerta y apoyo la espalda contra ella, como si de verdad pudiera mantener afuera lo que vi. Pero está aquí. Está dentro de mí, pegado a mi piel, clavado en mis ojos.

Me arrastro hasta mi habitación, me dejo caer en la cama y me encojo, abrazándome a mí misma.

Cierro los ojos…la imagen de Ethan y esa mujer vuelve, nítida, brutal. Sus manos sobre ella, besándola.

Mi estómago se revuelve. Me cubro la boca para no gritar, para no romperme del todo.

Quiero odiarlo, pero lo que siento es peor: lo extraño. Extraño al hombre que creí que era, y eso me hace sentir sucia.

Pienso en sus palabras… “Es una aburrida… un buen partido… contigo me saco las ganas”.

Cada sílaba es ácido recorriéndome las venas.

Mi mamá siempre decía que un corazón roto duele en el alma, no en el cuerpo. Se equivocaba. Duele en todas partes, duele en el pecho, en la garganta, en la piel. Duele tanto que no sé cómo voy a seguir respirando.

Me cubro con la manta, escondiendome del mundo. Y, por primera vez en años, me siento completamente sola.

No hay llamadas, no hay mensajes, no hay explicación que cure esto.

Solo estoy yo… y este silencio que grita más fuerte que cualquier palabra.

Las horas pasan lentas, pesadas, como si el reloj se burlara de mí.

El teléfono vibra una y otra vez sobre la mesita, no lo toco. No quiero ver su nombre, no quiero escuchar su voz.

El cielo empieza a oscurecer y la casa se siente demasiado grande, demasiado silenciosa.

El ruido de la cerradura rompe la quietud.

—Audrey, ya llegamos —anuncia mi mamá desde la puerta.

No contesto. No quiero fingir una sonrisa ni soportar preguntas.

Escucho pasos, y una voz más, conocida.

—Hola, señora, señor —saluda con su tono rápido y nervioso.

Es Emily, mi mejor amiga.

Me quedo inmóvil, hasta que oigo cómo sube las escaleras. Entra a mi habitación sin tocar, como siempre ha hecho.




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