La fugitiva del Ceo

Capítulo 3

El sol se colaba por entre las cortinas, dibujando manchones dorados sobre la cama desordenada. La chica abrió los ojos con lentitud, y lo primero que sintió fue un dolor en todo el cuerpo, como si un elefante le hubiera pasado por encima.

Al segundo siguiente vino la punzada en la cabeza, un martilleo constante que le recordaba el exceso de alcohol de la noche anterior.

Parpadeó varias veces, tratando de enfocar dónde se encontraba, porque algo no encajaba, no era su habitación ni la de su amiga. Giró el rostro y sus ojos se toparon con la espalda ancha y descubierta de un hombre, acostado boca abajo, respirando tranquilo. Levanto la sábana que la cubría y se vio completamente desnuda, tal cual vino al mundo.

Su corazón dio un salto.

Con un movimiento brusco buscó alejarse, y en ese impulso mal calculado terminó fuera de la cama, cayendo al suelo con un golpe seco. Él ni se inmutó.

Con las manos temblorosas, buscó su ropa por la habitación: el vestido hecho un ovillo junto a la mesita que estaba de su lado, la ropa interior tirada en el rincón junto con los tacones y su bolso. Recogió todo de un tirón, vistiéndose a la velocidad de la luz.

No se atrevió a mirarle la cara al tipo. No quería, y no necesitaba saberlo. Solo quería desaparecer lo más pronto.

Salió al pasillo sin hacer ruido. El recepcionista, un hombre de gafas y expresión de eterno aburrimiento, la vio pasar y la siguió con la mirada, alzando una ceja, no todos los días una amante salía en completo sigilo.

La muchacha empujó la puerta del hotel y salió a la calle. Sacó el teléfono y pidió un Uber. Apenas unos minutos después, un auto negro se detuvo frente a ella. Subió sin mirar al conductor y le indicó la dirección de la casa de su amiga.

El trayecto fue en un abrir y cerrar de ojos. Ni siquiera se dio cuenta de cuándo habían llegado hasta que el coche se detuvo y el conductor le dijo —. Ya es aquí. Pagó, bajó y caminó con pasos rápidos hasta la puerta.

Al abrirle, fue recibida por la mamá de la rubia. Esta la vio con una mezcla de alivio y preocupación.

—Audrey, ¿Qué te pasó? —preguntó —. Emily llegó de madrugada, casi llorando, porque no te encontraba. Estábamos a punto de llamar a la policía.

Antes de que pudiera contestar, escuchó pasos apresurados por la escalera. Emily bajaba corriendo, el pelo despeinado y los ojos hinchados de tanto llorar.

—¡Tonta! —exclamó, abrazándola con fuerza—. ¡¿Dónde estabas? Casi muero por ti.

Audrey no pudo responder. Bajó la mirada, sintiendo un peso incómodo en el pecho.

Fue entonces cuando Emily la miró de cerca… y se quedó helada.

—No… no… ¡Cielos santos! —susurró, llevándose las manos a la boca.

La madre también lo notó. Su mirada recorrió el cuello y los hombros de Audrey, donde las marcas eran tan evidentes que no hacia falta indagar más.

—Dios mío… —murmuró—. Si tu mamá se entera, me mata. Ven, siéntate aquí.

La llevó casi arrastrada hasta una silla. Abrió el refrigerador y sacó un gel congelado. Se lo puso en el cuello sin chistar.

—¡Ah! —protestó Audrey al sentir el frío.

—Ah, ahora sí te quejas —replicó la mujer con una ceja levantada—. Te apuesto que cuando te lo hacían no decías nada. Así que cállate y aguanta.

Emily soltó una risa ahogada. Audrey le lanzó una mirada asesina que solo hizo que su amiga se encogiera de hombros, intentando disimular la sonrisa.

—Gracias, mamá —dijo la rubia, acercándose para abrazarla y darle un beso en la mejilla—. No sé qué haríamos sin ti.

La mujer sonrió con un aire cómplice.

—Chicas, tienen veintidós años. No estoy en contra de que vivan su vida… pero sean responsables. Cuídense, no cometan errores. La maternidad no es un juego, y no es fácil.

Ambas asintieron como niñas regañadas.

Emily se inclinó hacia Audrey y le susurró al oído, con una sonrisa traviesa:

—Me lo vas a contar todo.

La aludida solo asintió, mordiéndose el labio.

Después del hielo, la madre buscó en su cosmetiquero un tubo de árnica y empezó a aplicarle la crema con manos expertas.

—Esperemos que esto ayude… pero igual vas a tener que maquillarlo. Y bien, para que tus padres no se den cuenta.

—Sí… —afirmó, sintiendo cómo el calor le subía al rostro.

—Bueno, ahora suban. Yo preparo el desayuno y las llamo cuando esté listo.

Subieron juntas a la habitación, y por primera vez en toda la mañana, Audrey sintió que podía respirar… aunque sabía que su amiga no iba a dejarla en paz hasta saberlo todo.

En cuanto cerraron la puerta del cuarto, Emily se dejó caer en su cama y le hizo un gesto para que se sentara junto a ella. Audrey obedeció, todavía con esa sensación extraña en el estómago.

—Bueno… — la miró fijamente, cruzando los brazos—. Habla.

La morena soltó un suspiro y dejó caer la cabeza hacia atrás.

—Estaba borracha… —comenzó—. Muy borracha.

—Eso ya lo imaginaba.

—No recuerdo casi nada, Emm, solo… —frunció el ceño, intentando hilar los fragmentos rotos de su memoria—. Solo que… yo le pedí al hombre… al que me ayudó en el club…

—¿Le pediste? —Emily arqueó una ceja.

—Sí… pero no lo recuerdo. —Cerró los ojos con fuerza, como si eso pudiera hacer que la imagen apareciera. Una punzada intensa le atravesó de sien a sien y la hizo quejarse—. Ugh… no puedo… no puedo recordar su rostro. Únicamente… sus besos.

La rubia sonrió de forma casi maliciosa.

—¿Sus besos, eh?

—Jamás… jamás me habían besado así —murmuró, con un dejo de incredulidad en la voz—. Ni Ethan.

Soltó una carcajada tan fuerte que hizo que Audrey la empujara con el hombro.

—Ya sabía yo que era un bueno para nada —rió—. Entonces… ahora ya no eres virgen, ¿cierto? ¿Podemos celebrar?

Audrey le dio un palmetazo suave en la cabeza.

—¿Tú eres tonta? Perdí la virginidad fuera del matrimonio, con un hombre que no conozco… que ni siquiera recuerdo. ¡Esto es un sacrilegio!




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