Luego de la conversación donde Audrey le contó lo que apenas recordaba del misterioso hombre con el que perdió su virginidad, sabía que debía volver a casa.
Emily, siempre atenta, le pasó una polera de cuello tortuga para cubrir las marcas en su piel. Ella agradeció con una sonrisa, se despidió de la madre de su amiga con un abrazo, y pidió un uber.
Durante el trayecto, su mente viajaba a mil por hora. Procesando lo que había hecho, ella, que había soñado con entregar su primera vez en un momento especial, terminó perdiéndola con un completo desconocido, en medio de un torbellino de rabia, dolor y un corazón roto. Su pureza, como solía llamarla, se había esfumado en un acto de rencor y de rebeldía.
Al llegar a casa, el silencio fue lo primero que notó. Era fin de semana, y su padre estaba fuera por trabajo; solo su madre se encontraba allí. Entró con pasos cautelosos, tratando de que el nudo en su garganta no se reflejara en su rostro.
—Hola, mamá.
—Hola, cariño. ¿Cómo te fue con Emily? —preguntó su madre desde la cocina, sin sospechar nada.
—Bien, todo bien. Estoy un poco cansada, así que me voy a mi cuarto —respondió Audrey, esquivando cualquier conversación.
No esperó a que su madre dijera más. Subió las escaleras con el corazón pesado y, al cerrar la puerta de su habitación, se desvistió despacio, dejando la ropa hecha un pequeño montón en el suelo, y caminó hacia el baño.
Al abrir la llave de la ducha, dejó que el vapor comenzara a llenar la estancia. Se metió bajo el chorro de agua caliente que corría por su piel como si quisiera borrar lo que había pasado la noche anterior. Se tallaba con la esponja, pero ninguna espuma parecía capaz de arrancar de su cuerpo la certeza de que ya no era la misma.
Por más que cerraba los ojos y buscaba en lo profundo de su memoria, la imagen de él no aparecía. No había un rostro al que aferrarse, ni un nombre. Solo quedaba el recuerdo físico, ese estremecimiento y la sensación de haber sido deseada como nunca antes.
No había arrepentimiento, ni miedo. Solo un extraño cosquilleo que se mezclaba con la sorpresa de haber cruzado un límite que siempre creyó inquebrantable.
{Ya no soy la misma}, pensó, dejando que el agua resbalara por su cuello y cayera sobre sus hombros. Su cuerpo había cambiado en una sola noche, y aunque no lograba traer a su mente los rasgos del desconocido, sabía que la experiencia quedaría tatuada en ella.
Jamás olvidaría lo que su piel había sentido bajo aquellas manos.
Al final, respiró hondo, cerró los ojos y decidió no seguir buscando en su mente un recuerdo imposible. No había rostro, no había identidad… pero había algo más fuerte: la certeza de que esa sensación nunca, jamás, podría borrarse de su memoria.
El vapor aún llenaba el baño cuando los golpes secos en la puerta la sacaron de su burbuja.
—Audrey —la voz de su madre se escuchó—. Ethan está abajo.
El corazón de Audrey dio un vuelco, pero no de ilusión como antes, sino de furia. Cerró los ojos, y una ola de rabia se apoderó de ella, subiendo le desde el estómago hasta la garganta.
¿Qué carajos hace aquí?
Se secó con brusquedad, se vistió con lo primero que encontró y salió del baño con pasos rápidos.
Al bajar las escaleras, la escena casi la hizo perder el control: Ethan, con su estúpida sonrisa ensayada, estaba cómodamente sentado en el sofá, charlando con su madre como si nada hubiera pasado. En la mesa de centro, un plato con galletas recién horneadas; él mordía una mientras asentía con gesto amable, como el perfecto yerno que todos deseaban.
Hipócrita.
La sangre le hervía. Cada vez que su madre reía con algo que él decía, un nudo se apretaba más en su pecho.
Y ahí Ethan la vio. Se levantó con rapidez, sonriendo más ampliamente, estirando los brazos como si pretendiera fundirse con ella en un beso.
—Hola, amor… —murmuró, acercándose confiado.
Audrey dio un paso atrás, esquivando su contacto, y sin decir una palabra giró hacia la puerta principal. El aire se le hacía espeso dentro de la casa, necesitaba salir, respirar, alejarse de la farsa.
Cerró la puerta con fuerza detrás de ella y avanzó unos pasos por la acera. El viento fresco de la mañana golpeó su rostro, pero no logró apaciguar el fuego que ardía en su interior.
Ethan salió tras ella, confundido.
—¡Audrey! —la llamó, alcanzándola—. ¿Qué te pasa?
Ella se detuvo en seco. Su cuerpo temblaba, no de miedo, sino de una valentía que nunca antes había sentido. Lo miró a los ojos, y en un impulso que brotó desde lo más profundo de su dolor, levantó la mano y le dió una bofetada.
El golpe fue certero. Ethan abrió los ojos con sorpresa mientras la piel de su mejilla se teñía de rojo.
Audrey también se sorprendió de sí misma. Sus padres siempre le enseñaron que la violencia no era el camino, que los conflictos se resolvían con calma. Pero ahora… ahora nada importaba.
Ethan llevó la mano a su rostro, incrédulo —. ¿Qué diablos? ¿Qué te pasa?
Audrey espiró hondo, con los ojos brillando de furia.
—¿Crees que soy tonta?
Él intentó recomponerse, abriendo los brazos para recibirla.
—Cariño… ven aquí, vamos a hablar.
Ella retrocedió con firmeza —. ¡No me toques! —espetó con una frialdad que lo dejó helado—. Lo sé todo. Te vi, en tu habitación… con otra.
Ethan palideció. Sus labios se abrieron lentamente, en un gesto torpe —. ¿Eras tú?
La pelinegra arqueó una ceja, con un desprecio que jamás pensó ser capaz de mostrar.
—Claro que era yo. ¿Quién más tiene las llaves de tu casa?, te vi, y escuché todo lo que dijiste de mi.
Él se quedó mudo, tragando saliva —. Audrey… yo…
—Infeliz —lo interrumpió, su voz es firme, cortante.
El corazón de Ethan latía desbocado. Jamás la había visto así, jamás imaginó que la dulce Audrey podía transformarse en esa mujer llena de determinación y rabia.
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Editado: 21.09.2025