Tenía tres monedas de un sol y cinco de veinte céntimos en la palma de mi mano. La mujer también estiró su mano para recibirlas.
—Aquí está su cambio —le entregué unas monedas a la mujer de peinado elegante y una vestimenta que recuerda a todas las empresarias exitosas de la vida.
La mujer tomó las monedas y sin darme las gracias arrancó su auto y se alejó de la gasolinera. Con una mano me cubría la boca para evitar reírme a carcajadas. Parecía estar apunto de estallar.
Emily corrió hacia mi con una expresión ansiosa.
—¿Qué viste?
—Tiene cinco gatos y una laptop llena de fanfics de Steven Universe. Pude leer un poquito. No sabía que las gemas sangraban.
—No lo hacen.
—También tiene porno muy explícito de esa serie. Adultos “fusionándose” con niños.
Emily comenzó a reírse a carcajadas y yo le seguí la corriente.
—Yo solía ver esa serie de niña. ¿Qué onda con los adultos y sus fetiches raros con esa serie?
—Los misterios de la vida —dije sin mucho interés.
Emily y yo hemos sido amigos por más de diez años. Ella tiene 17 años y yo, 18. Vimos juntos la serie de Steven Universe en su tiempo de emisión. Era bonita y depresiva.
Emily tenía el cabello castaño y amarrado en una cola de caballo. Era un centímetro más alta que yo y el uniforme naranja del grifo en el que trabajamos le quedaba suelto a su esbelta figura.
El padre de Emily era gerente de esta gasolinera y Vio potencial en nosotros y nos consiguió un empleo en el turno de noche. Lo cual nos quedaba de perlas. Apenas terminamos la secundaria y nos estamos tomando un año sabático antes de prepararnos para la universidad.
Sinceramente ninguno de los dos teníamos idea de que cosa estudiar. Emily quería ser doctora, pero le daba asco la sangre. Una vez me corté el dedo picando limones y ella me tuvo que vendar con los ojos cerrados.
Lo que daría por verla participando una cirugía de corazón abierto.
Por mi parte no me decido entre ingeniería de sistemas y arquitectura.
Emily terminó de reírse, limpiándose un par de lágrimas de los ojos, y añadió:
—Eso estuvo bueno, pero no le gana al perro.
—Hazme el favor de no recordarme al perro. Ese animal se parecía mucho a mi pequeña Fiona —puse mi dedo en mi boca y fingí que iba a vomitar.
Creo que esta parte es mucho más importante que nuestro futuro. Verán, tengo una habilidad muy curiosa. La he tenido desde que tengo uso de razón. Cada vez que toco a alguien puedo ver un retazo de su vida más íntima. Un pequeño fragmento de su pasado, presente y futuro.
Algo parecido al poder que tenía Bruce Willis en El protegido (la única película de M. Night Shyamalan que me gusta). Solo que yo no tengo la fuerza, ni la convicción para ser un héroe. Solo uso mis poderes para divertirme con mi mejor amiga.
—Pobre perro. Desde ese día tendrá que dormir sentado por el resto de su vida —dijo Emily.
—¿Podríamos hablar de otra cosa que no sea el perro? —le pedí a Emily. No quería abrir el cajón de los traumas.
Fueron unos segundos, pero vivirán en un condominio amueblado dentro de mi cabeza toda la vida. Le di su vuelto al hombre calvo, cuyo vehículo estaba repleto de sacos de comida para perro, juguetes para perro y juguetes sadomasoquistas mal escondidos debajo de las cosas para perros.
Cuando lo toqué ví un cuarto repleto de fotografías de dos seres felices: El calvo y su perro. Junto a las fotos habían varios peluches de perritos, todos parecidos. El animalito se encontraba sentado en el centro de la cama. Era un perrito marrón, una versión en miniatura de Chewbacca de las películas de Star Wars.
Todo parecía más o menos normal hasta que me di cuenta de un detalle: ¿Por qué el perro está usando ropa interior femenina?
Cuando ví al calvo se me generaron más preguntas, cuyas respuestas no quería saber. Estaba desnudo salgo por un hilo dental hecho de cuero.
—Vamos Sofía. Es hora de divertirnos.
“Sofía” era un pésimo nombre para un macho.
Nos soltamos, el sujeto arrancó y yo necesitaba una ducha urgentemente. Apenas se lo conté a Emily; ella lo denunció con la policía usando la información de su tarjeta de crédito.
Hasta salió en las noticias de la medianoche. La reportera mandó a parir a cuatro generaciones de la familia del calvo.
—¿De qué perro hablan? —nos preguntó Ramiro, el tercer empleado de la gasolinera.
—De nada —dijimos los dos al mismo tiempo.
Ramiro era el más viejo de los tres, con 21 años. Cuando lo vimos por primera vez tenía el aspecto de ser un sujeto que nos diría constantemente “¿Acaso me están diciendo lo que tengo que hacer? Nadie le dice lo que tengo que hacer” cada vez que le diéramos alguna indicación.
Al final resultó ser lo contrario. Ramiro es un empleado modelo: leal, trabajador y siempre dispuesto a aprender. De los tres, él era el único que llegaba a tiempo todos los días.
Tampoco le teníamos la suficiente confianza como para contarle de mis poderes. Tendrá que esperar un par de años más.