Capítulo 1: La Geometría del Desinterés
Zeth se inclinó sobre el borde de la mesa, observando a la chica rubia del mechón azul describir, con gestos amplios y ojos brillantes, la tragedia de su última ruptura. Zeth asintió, hizo el sonido apropiado de empatía –un grave y bien modulado “mmm”– y pensó en la geometría del plato que tenía enfrente: un círculo perfecto, dividido por la cuchara de un helado de pistacho que no le apetecía.
—Y luego me dijo que yo no sentía nada, ¿te lo puedes creer?—, exclamó la chica, secándose una lágrima furiosa.
Zeth la miró. Era la tercera vez que escuchaba esa frase exacta en los últimos seis meses, dicha por tres personas distintas, cada una creyendo que era una revelación original. Ella, como las otras, estaba buscando en él un pozo de comprensión empática, un lugar donde depositar su dolor y recibir una cucharada de reciprocidad. Pero Zeth solo sentía la suave presión del aire acondicionado en la nuca y un aburrimiento metódico.
Él no sentía la atracción por las mujeres ni los hombres. Nunca la había sentido. No era un vacío que le doliera, sino una indiferencia que le daba una ventaja extraña: podía observar el mundo emocional con la precisión de un científico que estudia una especie alienígena.
—La gente se enamora, Zeth. Es hermoso, es complicado, es… real. ¿Tú nunca has sentido que te quema el pecho?—, insistió ella, buscando su mano.
Zeth retiró la mano con suavidad, fingiendo alcanzar su vaso de agua. —¿Quemar? No. ¿Tal vez un leve picazón? Como cuando te pica un mosquito, pero no lo encuentras.
La chica suspiró, frustrada.
Su falta de afecto era un hecho de su vida, tan inmutable como el color de sus ojos. Recordó el momento en que lo confirmó, no con una persona que le gustara, sino con la primera persona con la que había estado.
[Flashback: Hace 13 años. El Despertar Vacío]
Tenía trece años, la edad en que el mundo de sus compañeros se había reducido a hormonas, miradas furtivas y la desesperada necesidad de hacer algo. Conoció a Sofía, una chica de quince, en una fiesta ruidosa. Ella era audaz, de risa fácil, y llevaba la etiqueta de ser "experimentada".
—¿Quieres saber cómo se siente?— le preguntó ella una noche, con la curiosidad de quien abre un libro prohibido.
Zeth no sentía atracción alguna, pero la presión era tangible: si no hacía esto, se perdería una pieza clave del rompecabezas humano. Necesitaba esa experiencia. Si era la llave para entender la euforia y el drama de los demás, tenía que conseguirla.
Se encontraron en la casa vacía de sus padres. Sofía era cariñosa, sus besos eran húmedos y sus movimientos torpes. Zeth imitó los gestos que había visto en las películas. Durante el acto, sus sentidos se enfocaron no en el placer o la conexión, sino en la logística: ¿Estoy respirando bien? ¿Debería moverme de esta manera? ¿Esto es lo que llaman "pasión"?
Cuando terminaron, Sofía sonrió, una sonrisa triunfal. —Wow.
Zeth asintió, forzando una sonrisa. Por dentro, sintió la misma satisfacción neutra que se siente al terminar un examen difícil: lo había hecho, pero no había sentido nada. La experiencia había sido un éxito técnico, pero un fracaso emocional.
[Regreso al Presente]
Zeth regresó del recuerdo, mirando la cuchara. Se había confirmado a sí mismo: era diferente. Pero en lugar de abrazar esa diferencia, un pequeño pensamiento insidioso se había implantado en su mente, alimentado por un incipiente cuadro de depresión: si el amor no es la respuesta, ¿qué me hará sentir algo?
—Y por eso te digo, Zeth —continuó la chica, ahora enjuagándose los ojos—, voy a estar soltera por un tiempo. Necesito curarme.
Zeth pensó en su ciclo reciente. Él también estaba buscando, pero su cura no era la soledad, sino el ruido. Él buscaba tener relaciones superficiales con chicas, para intentar buscar una emoción, para intentar callar su mente.
La verdadera tragedia, para él, no era la ruptura, sino la desesperada necesidad de encontrar el sentimiento de saber que se siente gustar de alguien, estar enamorado.
—Te entiendo —mintió Zeth, sonriendo con su sonrisa más convincente—. Pero créeme, hay otras formas de sentirse vivo.
Mañana buscaría un nuevo experimento. La búsqueda continuaba.
Capítulo 2: El Ruido en el Silencio
La despedida de la chica del mechón azul fue tan insustancial como su relación. Zeth le envió un mensaje de texto deseándole “la mejor de las suertes” y guardó el teléfono. No hubo llamadas dramáticas, ni llantos, ni la necesidad de reírse de la ruptura esta vez. Solo un silencio denso en el apartamento. Un silencio que permitía que el ruido real, el que provenía de su propia cabeza, se hiciera ensordecedor. Zeth estaba pasando por un cuadro de depresión.
El vacío no era solo la ausencia de atracción romántica o sexual, sino la falta de cualquier emoción intensa que pudiera opacar la pesadez de su mente. El amor, para Zeth, se había convertido en una simple herramienta: un distractor temporal.
Horas más tarde, estaba en un bar con Ethan, su amigo de la universidad. Ethan era lo que la sociedad llamaba “normal”: obsesionado con la idea de encontrar “a la indicada”, un verdadero romántico empedernido.
—No entiendo tu filosofía, Zeth —dijo Ethan, agitando su cerveza—. Eres atractivo, tienes labia. Podrías estar saliendo con… ¿la mitad de este bar? Pero siempre terminas las cosas antes de que se pongan serias. ¿Miedo al compromiso?
Zeth sonrió, esa sonrisa suya que era una máscara de cortesía. —Miedo a la decepción. ¿Para qué estirar un chicle que ya perdió el sabor?
—¡Para el jodido sentimiento! —exclamó Ethan, levantando la voz—. Para la adrenalina de la persecución, el dolor de la espera, la explosión cuando te dice que sí. Quiero sentir que mi corazón me va a reventar.
Zeth pensó: Yo también. Pero la única forma en que su corazón “reventaría” sería por un ataque de pánico. Él anhelaba buscar el sentimiento de saber que siente gustar de alguien, estar enamorado. Intentaba activamente comprender por qué la gente se enamoraba y todo eso.