Ese viernes de agosto, nuestro equipo de hockey sobre hielo, Los Huracanes de Ottawa, se enfrentaría a los Fénix. El estadio estaba colmado hasta el cogote de simpatizantes del Fénix, todos ataviados con gorros, carteles y sus tradicionales camisetas rojinegras. Comenzó el partido. En ese preciso instante y tras ser impactado con un objeto contundente, sentí un mareo. Caí al piso. Los corazones de los Huracanes, se paralizaron...
__ ¿Y ahora…?
— ¿Qué haremos, Dr. Shayle?— preguntó Kenny Dorohan al médico y director técnico de nuestro equipo.
— ¡Parece un golpe superficial! ¡Se recuperará!— concluyó Shayle.
El partido prosiguió. No pasó mucho tiempo hasta que los Fénix abrieron el marcador, tras una gran asistencia de Henry Fury, quien eludió a tres jugadores y, tras tener rendido al portero, definió con sutileza y precisión, a ras del piso.
¡Se nos vino la noche! En menos de media hora, ya perdíamos 25 a 0. De pronto, quedaban menos de veinte minutos para que los Fénix, se consagraran campeones.
Ya recuperado, ingresé envuelto en una tela blanca. Parecía la momia de Ramsés. Con mucho esfuerzo y entrega propia, empatamos el partido. En ese preciso instante, me encaminé a toda velocidad con la intención de definir el encuentro. Ya estaba cara a cara, frente al portero rival, cuando escuché desde la tribuna:
— ¡Maldito "cerebrito"! ¡No te dejaré ganar!
De inmediato, reconocí esa voz. Miré a la tribuna nuevamente.
¡Era mi hermanita menor! La pequeña Dyrly Joy.
Rematé; pero, tras pisar una cáscara de banana, me deslicé en un violento resbalón y me propiné un violentísimo golpe, fracturándome una pierna. Tuve que salir para que me hospitalizaran. Perdimos el campeonato.
Esa noche de invierno, juré que me vengaría de mi diabólica hermanita Dyrly Joy, esa insoportable mocosa.