Aquella mañana de invierno nos visitó mi tío Korman. Él se desempeñaba como cocinero profesional en Camberra, la ciudad capital de Australia. En tanto, yo regresaba del gimnasio Nowbash y me encontraba yendo camino a casa. A mi tío le iba de pelos en su profesión. Había recorrido los cinco continentes gracias a su gran habilidad culinaria y autografiado numerosos libros de cocina a lo largo y a lo ancho del mundo.
Por mi parte, yo amaba las exquisitas tartas de jamón, queso y choclo cremoso que mi tío Korman acostumbraba preparar cada vez que nos visitaba.
Llegué a casa. Me duché. Me puse mi camiseta con el estampado de una pipeta, otra de mis favoritas. En eso estaba, cuando, mi tío nos llamó a almorzar.
— Chicos, ¡a comer…!
Salí disparado como cohete rumbo a la cocina. Tenía un hambre terrible.
Levanté con el tenedor la tapa de la masa rellena y pregunté a tío Korman qué nos había preparado.
— ¡Sorpresa! ¡Pruébalo y te encantará!—concluyó.
La comida tenía un sabor muy agrio y un tremendo olor a patas sucias. Comí dos porciones, para no despreciar. Acto seguido, se me revolvió el estómago.
Ahí mismo, tras lanzar una imparable seguidilla de gases por el culo, salí disparado como una flecha. ¿Destino? El baño. Me iba en caca. Si no llegaba enseguida al baño, desfallecería. Arrastrándome, llegué al inodoro. Gracias a Dios, exorcicé mis demonios biológicos. De un tirón.