Ayer desperté con un terrible dolor de muelas. Palpé mis cachetes. Estaban más hinchados que un globo terráqueo o que las mejillas de albóndiga de Quico, el caprichoso personaje del Chavo del Ocho.
Como siempre, otra vez tuve que salir disparado como un pedo hacia el baño.
Me miré en el espejo. Casi me infarté. Mis cachetes eran dos balones de básquetbol. Acto seguido, envolví toda mi cara con papel higiénico, para evitar, de ese modo, las sospechas de mis padres. ¡Parecía la condenada momia de Tutankamón!
Salí de mi habitación con mucho sigilo. Pero, antes de llegar a bajar la escalera, allí estaba la peor de mis pesadillas, fría y estoica como un tótem: ¡mi madre!
— ¡Noah! ¿Por qué tienes todo ese papel en la cara?— inquirió.
— ¡Es que tengo hum… hum… hum… huela!
— ¿Que tienes qué…?
Me hice el idiota y me quedé mudo.
— ¡Ya mismo, veré qué pasa!—murmuró Dalyla, mi madre, mientras me desempapelaba.
— ¡Santo Dios, tienes la cara como un tomate! ¡Deben ser las muelas! Vístete, cariño… ¡Vamos al médico!
Oh, oh… ¡Peligro! ¡Dentista!