Nos dirigíamos camino al doctor Whillard en el coche de mamá. Finalmente, llegamos. Era un hospital suntuoso y elegante. Del consultorio del doctor Whillard emanaba una fragancia a lavanda y a jazmín.
—En cinco minutos lo atenderán—-informó la secretaria cara de panqueque del dentista.
Miré el reloj de muñeca. Las manecillas señalaban las 10:25 a.m. ¡Maldición!
“¡Jonas está demorándose demasiado!”, pensé. Mientras tanto los kamikazes minutos se diluían como lavandina entre los dedos.
La desesperación se apoderó de mí. Comencé a temblequear como un viejito.
—Cariño... ¿Qué te sucede?— me regañó mi madre. Ya… ¡Compórtate! ¡No eres un bebé!— gruñó con frialdad.
De pronto, se desnudó la puerta. El paciente que estaba antes de mí se marchó.
— ¡Vamos, amor! ¡Es hora!—vociferó mi madre, tomándome del brazo.
Entonces -¡gracias a Newton!- arribó mi amigo Jonas disfrazado de cartero. Me hice el tonto y le guiñé el ojo. Se trataba de un código entre nosotros.
—Aquí tiene el paquete, señorito Noah. Es un envío de la señorita Loretta Bianchi.
— ¿Quién es, amor?— inquirió mi madre, al borde de un ataque de nervios.
—Es Loretta, mamá…— respondí con fastidio. Una novia del Facebook.
—Pero… Si tú no tienes... ¡Maldición, jovencito! ¡Apúrate!— se interrumpió a sí misma. ¡Vamos, vamos! El doctor Whillard tiene más pacientes que atender. ¡No eres el ombligo del mundo!
Rompí el paquete. Un hermoso reloj deportivo se descubrió ante mis ojos.
Me lo calcé. Enseguida, tras oprimir el botón rojo, por arte de magia se convirtió en un coche.
Me subí al coche y, luego de ajustarme el cinturón, salí despedido hacia el cielo, con destino a Júpiter.
Mientras, me mofaba del doctor Whillard y de la cara endemoniada de mamá, que contemplaba cómo me escapaba a través de una leve rajadura en el techo.
— ¡Adiós, Dr. Whillard! ¡Ja, ja, ja!
— ¡Maldito niño!—chilló mi madre. ¡Ya arreglaré cuentas contigo!
Aquel día ¡zafé por un pelo! Jamás se me hubiese ocurrido que algún día viviría una huida de película…