Nos hallábamos en clase de Historia, impartida por Kingstron. Entonces, comenzó la avalancha de preguntas:
— ¿En qué año, se declaró la Independencia de Canadá?
—La independencia de Canadá del Reino Unido comenzó a celebrarse a partir del 1 de julio de 1867— respondí.
— ¡Muy bien!— expresó el profesor, acariciando su chivita.
— ¿En qué año se disolvió la ex-Unión Soviética?— inquirió— ¿Noah…?
— ¡En mil novecientos noventa y uno!
— ¡Excelente!
— ¿Cuál es la capital de Kazajistán?— interpeló el cerdito bigotón.
Como vi que nadie la sabía, levanté la mano.
— ¿Goldmack?
—Fue Almatý hasta mil novecientos noventa y siete. Actualmente, la capital es Astaná.
— ¡De diez, Goldmack!
Ya hacia el fin la clase…
— ¿Quién fue el primer presidente de Surinam?
Un silencio demoledor, invadió la sala.
Podía sentir el bufido de mis compañeros desde la otra punta del salón. ¡Me querían comer crudo!
— ¿Goldmack?
—Johan Ferrier, desde mil novecientos setenta y cinco a mil novecientos ochenta. Fue depuesto en un golpe militar.
— ¡Muy bien! ¡Se acabó la clase! No olviden traer el mapa político de Singapur, para el martes próximo— dijo el profesor.
— ¡Sí, señor Kingstron! — respondieron todos al unísono.
En ese preciso instante, sonó la campana ¡ring, riiiing!
—¡¡¡Recreo!!! —gritaron felices, mis compañeros, mientras se dirigían como flechas rumbo al patio.
Corty y yo fuimos los últimos en salir, pues nos quedamos para ayudar a Kingstron a ordenar el salón para las próximas horas de clase. Limpiamos el aula y acomodamos los asientos del alumnado, entre otras cosas. Después, salimos.
Las amarillentas hojas de los arces flotaban sobre las tejas con flamígeros e iridiscentes destellos dorados. Las chicas platicaban entre sí; conversaban de fiestas, de chicos y de moda entre un centenar de otras cosas, sin detenerse ni profundizar en algún tema.
En tanto, los varones jugaban hockey en el patio con un improvisado disco de plástico del tamaño de un alfajor. Además, claro, de platicar de fútbol y de chicas. Algunos sonreían de oreja a oreja; otros, se paraban contra el mástil de la bandera con portes de Romeo, lanzando electrizantes miradas de actor de Hollywood. Más de uno les guiñaban un ojo a las chicas con alevosía, como si fueran víctimas de un indisimulable tic nervioso. Por su parte, las señoritas, respondían con besos, suspiros de amor y un sinfín de melosas y estúpidas frases.
Yo las miraba sorprendido y pensaba para mis adentros “¿Será que, acaso, ninguna valora la inteligencia? ¿Cómo mierda hace este cementerio de burros para que las jovencitas caigan rendidas a sus pies?” Calculo que más de uno sería incapaz de pronunciar una maldita frase de corrido. Teniendo tantas habilidades, ¿por qué demonios siempre me sentía en desventaja?
En ese preciso instante apareció Dumbo, un pequeño de la primaria, vestido con sobretodo cuadriculado y pantalones vaqueros, peinado con ese odioso corte “tazón" que volvía locas a muchas niñas. Eso, sin mencionar, sus juguetonas orejotas, que en las frías épocas de invierno le servían de bufanda.