Esa noche iríamos al cine con Cindy. Faltaban escasos días para el final de las clases y, como ya tenía todas las materias aprobadas, terminaría el año dos meses antes que mis compañeros. Solo me restaba aguardar estoicamente la libreta de calificaciones. En breve, la tendría en mi poder.
Mi perrito Panceta chateaba con unas coquetas perritas de Facebook. Mientras, el mocoso cibernético de mi hermanito menor jugaba un videojuego de aventuras en el living de la casa. Y mi tía Raviolla degustaba un trozo de pastel de naranja que había sobrado del casamiento de Audrey, mi otra tía.
En tanto, papá y mamá se encaminaban rumbo a la rotisería para comprar algo rico de cenar. Doris, la vieja entrometida del barrio, observaba por el agujerito de su puerta quién entraba y quién salía para, luego, batirle el chocolate a medio mundo sobre la vida privada de tal o cual persona. Es más; cuando, debido a su metro cincuenta, no podía observar lo que sucedía en el barrio, Doris subía las acaracoladas escaleras de su casa, trepaba al techo y allí, como una fiera punto de atacar, muñida de poderosos binoculares con gran capacidad de resolución, husmeaba todo lo que ocurría por los alrededores.
Para colmo, Doris tenía un oído realmente envidiable. Lo oía todo. No se le escapaba nada. Recuerdo una vez cuando Corty y yo llegábamos de la disco tras el festejo allí de un cumpleaños y destapamos la chapita de una Pepsi bien helada. Después de dejar caer por accidente la chapita en la entrada de su casa, Doris abrió la puerta y, luego de hacernos escuchar sus groserías, nos arrojó sus dos pitbulls, que nos persiguieron hasta la loma del culo. En la huida, Corty, furioso, le voló un helado de fresa y mandarina que se incrustó de lleno en la frente de la vieja metida. Parecía un jodido unicornio. ¡Ja, ja, ja! Me despanzurré de risa, mientras la cara de culo de Doris ardía en llamas como un tomate al rojo vivo.
Finalmente, la anciana salió victoriosa. Corty y yo nos comimos siete meses de castigo, sin PC y sin videojuegos. ¡Mierda! ¡Cómo te odio, Doris!, exclamé aquella vez. Pedí un taxi a escondidas y, después de ponerme una máscara de Iron Man, partí a toda velocidad rumbo al cine Gaterpill. Me encontraría con Cindy en la puerta del edificio. Justo en ese momento, llegaron mis padres con la cena. Doris, al verlos, disparó como vaca asustada rumbo a la puerta. Los paró y les dijo:
—Iron Man salió en taxi hace algunos minutos...
— ¿Iron Man? ¿Te has vuelto loca, Doris? Iron Man no existe. ¡Sólo es un personaje de película!— expresó mi mamá, furiosa.
Acto seguido, mis padres siguieron su camino
— ¡Ufff…!— exclamó la momia, resignada. Se encerró en su casa y no asomó el cogote hasta el día siguiente.
Llegué a Gaterpill. Cindy me aguardaba en la puerta. Pagué y descendí del coche.
Cindy lucía preciosa. Llevaba una campera de cuero negro y una blusa de seda roja que hacía juego con el rojo furioso de sus labios. Ingresamos. El lugar era suntuoso y elegante, con amplias cortinas doradas y cuatro puestos de boleterías. Llegó mi turno.
— Cindy, ¿qué quieres ver?— pregunté.
— ¡Chifladas de amor!—me dijo.
— Esa se estrena en dos horas— advirtió el vendedor.
— ¿Dan Sedientos de sangre? Es una de suspenso.
— Sí. Se estrena en diez minutos— nos dijo el tipo— ¿Cuál verán?— inquirió.
— ¡La última!— exclamé gozoso— ¿Cuánto es?
—Cincuenta y siete dólares.
—Sírvase.
— Bien. Pasen a la sala, que ya comienza.
—Ok ¿Qué sala?—añadí.
—La siete. Al fondo, a la derecha— señaló.