Ya estábamos en la última semana de clases. ¡Ufff…! ¡El tiempo había pasado volando! Tenía todas las materias aprobadas. Además, la relación amorosa entre Cindy y yo seguía viento en popa. Pensaba en ella a cada segundo, soñaba por las noches con la dulzura de sus labios, con el sutil perfume de sus cabellos oscuros, con sus dulces ojitos esmeralda observándome con pasión y ternura mientras sembraba en sus labios oníricos besitos con sabor a libertad.
¡Qué mierda me importaba, lo que pensaran las demás chicas del colegio Winfort! ¡Esa amorosa niña era la jovencita que siempre había imaginado a mi lado! Sin lugar a dudas, Cindy Parker era la gordita de mis sueños.
Esa noche, acordamos ir al circo. Hacía menos de una semana que el prestigioso Cirque du Soleil había arribado a Canadá tras poco más de dos años y medio de realizar innumerables giras por toda Europa. Me pareció una oportunidad que, en aquel momento, calzaba como anillo al dedo, ya que era el último día de su estadía en mi país. Además, mi deliciosa morenita, como acostumbraba a llamarla cuando me ponía meloso, jamás había conocido un circo en toda su vida. ¿Qué mejor momento que este?
Cabe añadir que, entre Cindy y yo, la química era innegable. Pero, sorprendentemente, todavía no le había declarado mi amor. No sé si por pereza, timidez o, quizá, porque estaba aguardando el momento justo. ¡Quién sabe! En fin. El hecho es que pasaría por ella a las 19 p. m.
Mi deliciosa morenita vivía en un conglomerado de edificios a escasos cuarenta y cinco minutos en coche desde donde yo vivía. Compartía su día a día con los Valois, una familia de clase media oriunda de Lyon, Francia. Llamé un taxi y me encaminé rumbo a mi chica. Recordé que el Sr. Valois me había dicho que Cindy vivía en el Edificio 4, Planta Alta. Llegué. Fui hasta el lugar indicado y llamé por el portero eléctrico.
— ¿Hola?—preguntó una voz— ¿Sí?
— ¿Con la señora Valois?
—Sí, señor. ¿Qué se le ofrece?— interpeló la dama.
—Soy el joven Noah, un amigo de Cindy. Paso por ella para llevarla al circo— le dije.
—Sí, claro— me contestó. En ese preciso instante, mi princesita desnudó la puerta.
— ¡Hola, nena! ¡Qué bella luces!
—Gracias, bombón.
— ¿Vamos al circo?
— ¡Vamos!
Subió al coche. En un santiamén, nos hallábamos allí. La ardiente y luminosa luz de las estrellas se reflejaba en el mágico aleteo de sus ojos, ocasionando oníricos destellos esmeralda. Fuera, el frío era desgarrador. Una interminable fila de personas aguardaba su permiso para ingresar; aun así, la misma se movía con cierta rapidez. Llegó nuestro turno. Un jirafesco guardia de seguridad nos atendió.
— ¿Quiénes entran?— preguntó.
— ¡Mi chica y yo!—exclamé eufórico.
— ¡Todo en orden!—dijo luego de chequear las entradas— ¡Pasen!
Ingresamos. El ambiente era cálido y luminoso. Nos hallábamos en la parte más alta. Las demás personas se veían como unos duendes. Comenzó el espectáculo. Un hombre fornido inició su acto. Luego otro, y otro, y otro se pararon cada uno sobre los hombros del anterior hasta formar una auténtica torre humana. La gente estalló en aplausos. Luego, fue el turno de la trapecista. La joven se paró sobre el columpio para, luego, volar de un lado al otro, dibujando entre salto y salto magníficas figuras aéreas. Parecía un spinner.
— ¡Esa chica parece hecha de éter!— insinué.
— ¡Es verdad, cariño!— asintió Cindy.
Terminó el acto. El público, enloquecido, silbó y aplaudió a mansalva tamaña proeza. Así pasaron los distintos actos, hasta que fue el momento del Hombre Bala. El artista invitaba a participar a alguien del público.