La Gotera

III.

El café de las mañanas era un juego de muchas contradicciones, no tanto para Eddy y su rutina de perder el tiempo, que nunca había perdido por trabajo, un trabajo que ya le era inexistente, sentado en la galería de la casa, mientras miraba la calle y los tantos vehículos que al pasar ni siquiera saludaban. Sino que también era algo que hacía Miguelina, pero de forma distinta. Ella se sentaba en la silla con agujero del comedor, y desde ahí contemplaba a Aurora. Ella veía en esa muchacha su juventud, porque a pesar de tener 23 años, sentía nostalgia al acordarse de su adolescencia y esa poca niñez que le tocó.

Miguelina nació en el seno de una familia adinerada, de esas que llaman "sirviente" a los trabajadores domésticos. Pero eso no era el detonante de aquella envidia sutil hacia la muchacha que veía sin cuidado cada mañana, sino su cuerpo. Miguelina era bella, linda, extremadamente sensual, pero solo para los ojos de Eddy, que no discriminaban a nadie más que a sí mismo. Pues ella, frente a su espejo, en esas madrugadas en las que Eddy sufría de sonambulismo cada domingo después de desvelarse pensando, contemplaba otro punto de vista. Entonces comenzaba a marcar con sus dedos esos lugares que detestaba, hasta llegar a su abdomen, que encontraba al tacto con los ojos cerrados (evitando así juzgarse por lo único que le quedaba de su madre): la obesidad que empezó a caracterizarla desde aquel jueves de noviembre de aquel desafortunado año, cuando su madre murió de diabetes.

Siempre había querido, desde que vio el cuerpo desnudo de Aurora, en esos momentos en la bañera, cuando su prometido acariciaba su piel con una delicadeza única, como si sus dedos, casi flotando, pelaran una naranja blanda. Quería tocarla de esa manera, pero no podía. Solo la observaba, la contemplaba desde la esquina de la casa. Como si se mirara al espejo, cerraba los ojos y tocaba su abdomen, que no era tan grande como el de su madre. A veces lograba casi vencer el deseo de apropiarse de lo que ya no le pertenecía, pero la necesidad de no olvidarla, de no aceptar su muerte, la empujaba a abrir los ojos con tristeza. Entonces, se retiraba a la habitación, y algunas veces, en su desesperación, rompía el espejo con los puños.

Su padre fue una sorpresa ese día, en el que los tres parecían perdidos en su mente. Su llegada siempre fue para Eddy una caracterización de sumisión obligada, y al ver a su suegro acudía a él con la cabeza tendida al suelo, y con ese “señor” antes de cualquier adjetivo o verbo.

—Bienvenido a su casa, señor Pérido.
Joaquín Pérido, fue canciller de Estado por más de 16 años, en ese entonces cargaba en sus firmes hombros unos 58 años, una pensión millonaria, ruidos de corrupción y con el odio de su única hija, misma que esa tarde lo odiaba más que los lunes al amanecer en esos tiempos cuando aún podía parecerse a Aurora.

—¿Qué haces aquí, Joaquín? —preguntó Miguelina, tomando las manos de Eddy y levantándole la cabeza, como una señal de soberanía ante una casa que era de ellos, no de nadie más.
—Yo también te quiero, hija —dijo Joaquín, señalando a su chofer, quien sacó del carro unos bolsos de regalo.
—Un obsequio para ti, Rafael.

Eddy bajó la cabeza automáticamente, pero mientras Miguelina le apretaba las manos, como buscando en eso una explicación razonable a su sumisión en su hogar, él no decía nada, porque de las primeras mentiras salidas en su noviazgo, Eddy le había dicho que no le importaba que su suegro le llamara por su segundo nombre, que no había por qué enfrentársele por esa estupidez. Más eso era mentira, y por eso bajaba la cabeza, no porque se contuviera de romperle la boca al anciano, sino porque no quería que su novia viera en sus ojos la mentira. Se sentía mal por ello.

Se guardaron el diálogo para después, uno que giraba únicamente en torno a Joaquín y su ideología política de extremo comunismo, un discurso que Eddy soportó hasta el día de la gotera. Sin embargo, esa tarde de regalos y sorpresas, con la expresión de repulsión en el rostro de Miguelina y la mirada curiosa del chofer buscando algún misterio, Joaquín regresó a su carro, presintiendo que lo estaban echando sin necesidad de palabras. Sacó las manos para despedirse, como si supiera que su partida llegaría cuando menos lo esperaran.

Al entrar a la casa, Eddy acudió a Aurora como un abuelo a su nieto gateando en la cocina, preocupado por no encontrarla. Miguelina solo se sentó en el sillón de la sala, tomó el periódico y comenzó a marcar las escuelas en donde quería dar sus primeras clases como docente el día que se graduara. Mientras tanto, su novio, sin vociferar pero queriendo, movía sillas y camas, con desesperación, en busca de Aurora, quien estaba en la parte trasera de la casa, sembrando flores y cactus que había comprado la mañana pasada junto a Miguelina.

—¿Por qué no dices en donde te escondes, muchacha? —le preguntó Eddy mientras, con la lengua afuera, bebía agua.
—Señor, no vuelva a hacer eso —exclamó Aurora, mientras subía los escalones y le arrancaba la copa a Eddy.
—Se va a pasmar.
—¿Pasmar? —preguntó Eddy, con la mirada perdida, queriendo atrapar el significado en su mente.
—¡Es cuando una persona, caliente, bebe agua fría de golpe! —respondió Aurora, sirviéndole agua entre fría y tibia en otra copa.

Eso fue un detonante para él. Se sentó en la única silla del comedor, ya a punto de caerse, y con la mirada perdida, viajó a esos tiempos en los que su madre, mujer de campo, nacida y criada en el sur del país, le decía cada vez que regresaba de jugar: “Rafael, no te atrevas a beber agua fría, porque te vas a pasmar”. El joven, como siempre, escuchaba no solo a sus padres, sino a los mayores en general, buscando siempre alguna lección moral en sus palabras. Así que, acostado en el piso, esperaba que la fiebre se le pasara, mientras abría la nevera con desesperación y bebía agua, tanto que acababa sabiéndole a algo extraño.




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