La Gotera

VI.

Yo soy producto de tu abuelo. Un hombre que, antes de morir, libre de toda condena, pronunció estas palabras al verme por primera vez:
"Qué extraño, ¿no? Que dos desconocidos se desconozcan el día que se conocen."

Fue entonces, debajo de su cama, en una casa ya porosa, vetusta e inhabitable, que sacó ese diario que ahora lees con tanta intriga. Un diario que yo jamás leí. No porque no pudiera, sino porque no quise enfrentarme a lo que contenía.

Mi padre, Eddy Rafael Austorio, no fue más que una sombra en mi vida. Un hombre que solo asumió su existencia como mi progenitor en el momento en que, en un mes cualquiera, contestó el teléfono y escuchó mi voz al otro lado. Fue entonces cuando le hablé de las cosas que mi difunta madre me había contado. Por eso comencé esta historia mencionándolo a él como si fuera solo un relato más, y en cierto sentido, lo es: una historia compleja, llena de ausencias y silencios.

No soy solo tu padre. Soy un hombre que, en lugar de admirar el amanecer, prefiere narrar a medias historias que a veces ni siquiera tienen sentido. Historias que, como esta, me encuentran muriendo de la misma manera o tal vez peor.

No llevo su apellido, pero comparto su rostro, solo que desprovisto de los lunares que lo caracterizaban.

Mi existencia comenzó una noche en un bar. Mi madre, joven y nueva en ciertos mundos, trabajaba en el negocio de mi tía. Allí, entre risas y vasos de alcohol, apareció él, Austorio. Según mi madre, era un hombre que destilaba elegancia incluso en su embriaguez. Aunque intentó mantenerse distante, algo en ella lo cautivó. Pero él no quería cruzar esos límites, o al menos no al principio.

Fue entonces que mi tía, con una sugerencia que quizás nunca debió haber hecho, lo animó a avanzar. Tomó a mi madre de la mano y la condujo a una habitación reservada para placeres pasajeros.

Mi madre, joven e inexperta, nunca había estado con un hombre. Había llegado a ese entorno laboral por circunstancias que nunca me detalló del todo. Pero esa noche, todo cambió. Austorio, a pesar de su estado etílico, la trató con una delicadeza inusual, casi amorosa. Besó cada rincón de su cuerpo con ternura, explorando sus confines más íntimos con un ritmo pausado, como si supiera que estaba marcando el inicio de algo irreversible.

Cuando todo terminó, salió tarde del lugar, con un número de teléfono grabado en su memoria como si fuera una cifra sagrada. Prometió contactarla al amanecer.

Y así lo hizo. A la mañana siguiente, llamó a mi madre. Pero lo que no sabía, o quizás ignoraba deliberadamente, era con quién hablaba realmente. Su tono francés-italiano la distinguía, sí, pero para él solo era otra voz en el vacío.

La comunicación entre ambos se volvió breve y esporádica. Mi madre intentó contactar con él varias veces más, pero la última llamada marcó el final de todo. Fue cuando le reveló que estaba embarazada.

Del otro lado del teléfono no estaba Austorio, sino una mujer joven con una voz firme, cargada de desprecio. Esa voz no solo negó cualquier conexión de Austorio con mi madre, sino que también dejó en claro que él pertenecía exclusivamente a ella.

Mi madre entendió entonces lo que significaba permanecer en su vida: caos, rechazo y la destrucción de un matrimonio. Decidió marcharse, alejarse de ese mundo que no le ofrecía nada más que dolor.

Así fue como terminamos en Francia, tú y yo. Bueno, tú aún no existías, pero yo ya era una idea en el vientre de mi madre. Ella, lejos de su tierra, se dedicó a criarme con el recuerdo de Austorio presente solo como un nombre, una sombra que nunca se atrevió a enfrentar su responsabilidad.

Y ahora, querido hijo, aquí estoy. No soy Austorio, pero también llevo su legado. No soy un hombre perfecto ni un padre ideal, pero soy quien soy, con todas mis cicatrices y mis historias a medias.

Si algo quiero que recuerdes, es que la vida no siempre nos da explicaciones claras. Pero entre las sombras, entre las páginas de un diario olvidado o las palabras de una madre que hizo lo imposible, siempre hay algo que vale la pena descubrir.




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