Un silencio envolvió la sala cuando la lectura terminó. La joven bajó el cuento lentamente y levantó la mirada hacia el público. Los ojos de los presentes se agrandaron en un elogio silencioso, acompañado de un murmullo de admiración por su elocuencia y habilidad al leer. Observó a la audiencia, que representaba diversas etnias y culturas, y esbozó una leve sonrisa.
—Maravilloso cuento. Aplausos, por favor —dijo una voz entre los asistentes.
Una nueva voz tomó la palabra:
—Agradecemos a la estudiante Iris por prestar su voz a esta lectura. Y al escritor, le tengo una pregunta: ¿Cómo puede un hombre de su edad caminar con tanta firmeza? Incluso podría decir que parece más fuerte que sus propios hijos.
—El señor Eddy no tuvo hijos… ¿Por qué nunca los tuvo?
—Disculpe al maestro Montero —interrumpió alguien más—. Él quiso preguntar por qué aparenta estar solo.
—¿Tiene algún motivo su soledad, Eddy?
El anciano suspiró y esbozó una leve sonrisa melancólica.
—Tenía muchos años sin recibir tantas preguntas en un solo día. Nunca pensé que llegaría a los ochenta, pero creo que morí hace mucho. Lo que ven aquí es solo un fantasma… aunque cuando me golpeo el dedo pequeño contra un mueble y maldigo, entonces recuerdo que sigo vivo. Que aún puedo descansar… o esperar.
—¿Esperar qué?
—Disculpe nuevamente al maestro. Él quiso preguntar en qué se inspiró para escribir este cuento.
Eddy rió, una carcajada breve y seca.
—En los malditos castores.
—¿Y qué vio en ellos mientras los escribía?
—No lo sé… Antes no pensaba en nada. Ahora, al escuchar mi historia en la voz de alguien que disimula un pasado que no es el mío, pienso que nacieron de la falta de compañía.
—¿Es cierto que no tuvo hijos? ¿Que abandonó a su esposa? ¿Que se marchó solo al este? ¿Es usted mentalmente sano? ¿Por qué dicen que hablaba solo? ¿Por qué insiste en que no tuvo hijos?
—Disculpe, él solo…
—No, déjelo —interrumpió Eddy—. Le contestaré.
Se tomó un momento. Miró alrededor, luego fijó su vista en el vacío de la sala, como si sus ojos casi blancos estuvieran atrapando la lluvia que golpeaba contra los ventanales.
—Mire las gotas deslizándose por el cristal —dijo en voz baja—. Dígame, ¿qué piensa ahora?
El interlocutor titubeó antes de responder:
—Que quizás usted sea la lluvia… o uno de los castores.
Eddy sonrió.
—Ja… ¡Vaya uno a saberlo! Y dígame… ¿usted quién es?
—¿Yo? Hmm… Yo soy La Gotera.