「𖧱𖤴𖤩𖤠𖤟𖤝𖥦𖧸」
(Imperio)
El cielo sobre el sur de la ciudad de Lik no se iluminó con el sol aquel día, sino con el fuego.
Los bombardeos fueron devastadores, mucho más cerca del Imperio Jeicok de lo que nadie hubiera osado calcular. En toda la historia de los Soik, jamás se imaginó que la guerra entre las dos naciones más repudiadas estallaría de una forma tan brutal. Quizá algún historiador cínico podría haberlo predicho, pero para la gente común, aquello era el fin del mundo.
Las calles eran un caos de gritos y ceniza. Los habitantes corrían sin rumbo, chocando unos con otros; verdaderamente, los ciudadanos del Imperio S-Soik parecían frágiles figuras de aire infinito, a punto de desvanecerse. Si ellos caían, el mundo de los Soik colapsaría con ellos.
Pero el ejército Jeik no conocía la piedad. Eran más fuertes que en cualquier año anterior, una marea de acero y odio. Sus espadas brillaban con un resplandor letal al ser desenvainadas, ávidas de encontrar carne Soik. Aquellos soldados, despreciados y desechados en el pasado, ahora cobraban una sangrienta venganza por el mal que habían sufrido sus ancestros.
En medio del tumulto, una mujer corría apretando a su hija contra el pecho. Un soldado Jeik le cortó el paso. Él notó el cuerpo fino de la mujer y su rostro bañado en una tristeza infinita, una resignación ante el destino que la aguardaba.
—Malditos ratones, ¿por qué salieron de su cueva? —bramó el soldado, con la locura bailando en sus ojos—. Ustedes merecen morir. Morir, morir, morir.
Eran las mismas palabras de siempre, acompañadas de los mismos llantos. La espada trazó un arco perfecto hacia el cuello de la mujer. El corte fue limpio, brutal. Sus ojos perdieron el brillo en un instante y su alma, como la de tantos otros, se desvaneció con el viento cargado de humo.
Han pasado más de tres años desde aquel día.
Nadie ha vuelto a saber de los príncipes que desaparecieron como fantasmas. Dos descendientes reales de los Soik, esfumados. Las tierras del imperio caído permanecen vacías, custodiadas por el peligro y la contaminación de un veneno desconocido que flota en el aire. Nadie, ni siquiera los reinos carroñeros que aman las conquistas fáciles, se ha atrevido a entrar. A pesar de que los Jeicok masacraron a la mayoría de los habitantes de las dos naciones unidas de los Soik, no pueden proclamarse dueños legítimos de esas tierras malditas.
En las calles del imperio vencedor, el miedo ahora tiene otra forma.
—¿Han escuchado? —susurró una mujer en el mercado.
—¿Sobre qué, Liu? —respondió otra con desdén, revisando unas telas—. No me digas que vas a inventar rumores como aquella vez de la carne de cerdo con hojas verdes. Esta vez no te creeré.
—Qué dramática eres. No es eso —insistió Liu, bajando la voz y mirando a los lados—. Esto es verdad. Puede que suene a rumor, pero es más cierto que la luz del día. Estamos condenados.
—Habla ya, no me dejes con la intriga —agregó una tercera señora, impaciente—. Habla sin rodeos.
Liu se acercó más a ellas, susurrando como si las paredes oyeran.
—Escuché que ya encontraron al príncipe real de los Soik. Pero hay una noticia terrible que acompaña al hallazgo: Su Majestad, el Emperador, ha muerto. Y antes de morir, nombró al Príncipe Mayor como el futuro Emperador de los Jeicok.
Las mujeres palidecieron.
—¿Acaso te refieres al bisnieto mayor?
—Así es. De tan solo imaginar que ese pequeño niño, de no más de tres años, es ahora el futuro de nuestro imperio... se me hiela la sangre. Esto significa que esta generación será la de los Príncipes de la Corona.
El miedo se pintó en los rostros de todas. Aquellas noticias reales, disfrazadas de rumores de mercado, presagiaban tiempos oscuros.
□ Palacio Real Jeik □
El palacio no era simplemente una construcción; era una declaración de poder absoluto. Sus inmensas paredes tenían incrustadas esmeraldas relucientes, cada una con un brillo único que palpitaba bajo la luz de las antorchas. No había una sola mancha de suciedad en todo el recinto; la perfección era la ley.
En la sala principal, el Primer Ministro y el Príncipe Re-je conversaban. Sus voces eran bajas, casi inaudibles, cargadas de tensión política.
—¿Quiere decir que lo han encontrado? —preguntó el Príncipe Re-je, con el ceño fruncido—. Quiero saber cómo puede estar tan seguro.
—Sí, Alteza. Tengo la certeza de que es el príncipe que hemos estado buscando. Le daré las pruebas.
El Ministro hizo un gesto brusco con la mano, una orden cargada de desprecio hacia el sujeto de su mandato.
—¡Tráiganlo! —ordenó, y luego se volvió hacia el príncipe—. Véalo por usted mismo, Alteza. Ojos rojos como rubíes sangrientos, un rostro relajado y tranquilo. Tal y como fue descrito por los nobles de los Soik.
El Príncipe observó al niño que traían los guardias. A pesar de su corta edad, la criatura sostenía la mirada con una calma antinatural.
—Puede que sea verdad, puede que sea él —admitió el Príncipe, escéptico—. Aunque no podemos estar seguros del todo. Este niño no puede ser el único con los ojos rojos como el rubí. Sigan investigando. Mientras tanto, envíen a este niño con mi segundo hermano.
—Sí, Alteza.
Pasos firmes resonaron desde la entrada de la sala. Eran los pasos más familiares y respetados de toda la mansión.
—Padre.
—Hijo mío —dijo el recién llegado, el legendario Príncipe, con una sonrisa cansada—. Ahora eres un Príncipe Re-je. No deberías ser tan formal con tu propio padre. Estamos en el mismo rango; lo más importante ahora es el respeto mutuo, no la etiqueta.
—¿Cómo me atrevería a decir que soy del mismo rango que el Príncipe Legendario? —replicó el hijo, inclinando la cabeza—. Conozco la etiqueta de los príncipes asignados a proteger la corona. No es justo que nos tratemos como iguales cuando usted es mi padre, después de todo.